La corona en crisis

El error que Felipe VI comparte con Juan Carlos I: no haber aprendido de Maquiavelo que el príncipe debe apoyarse en los más

Ch’un bel morir tutta una vita onora. Al más famoso endecasílabo de Petrarca, ensalzado hasta la glorificación de convertirse en lugar común, se le puede dar la vuelta como a un calcetín. Un mal final, arruina cualquier vida.

Si algún Plutarco estuviera entre nosotros, podría escribir una de sus Vidas paralelas, tal vez el libro más influyente en los gobernantes a lo largo de muchos siglos, sobre Juan Carlos I y Jordi Pujol.

Ambos nadaron al principio a contracorriente. Ambos consiguieron prestigiar y convertir en mainstream unas causas arrinconadas, por no decir desahuciadas: la monarquía en España, el catalanismo político en sus lares.

Tras labrarse un enorme prestigio, ambos han conseguido, con infinito y codicioso tesón, arruinar su propia biografía. ¡Que horrendo final! Peor aún si nos imaginamos la desmesura de sus respectivos egos.

La medida del rechazo a ambas figuras clave de un largo, y próspero, periodo de la historia se evidencia en la ausencia de sus nombres en el ágora pública.

En toda Cataluña hay plazas, avenidas o paseos con los nombres de Macià, Companys o Tarradellas. En toda España, algo parecido con Juan Carlos. Den por más que probable que el nombre de Jordi Pujol permanecerá ausente, del mismo modo que el de Juan Carlos irá desapareciendo.

Al fin y al cabo, debe suponerse que les reyes también tienen corazón

Ya veremos cuánto tarda, por poner un caso emblemático de Barcelona, el hotel Rey Juan Carlos I en desprenderse al rey ahora denigrado incluso por su propio hijo y sucesor y pasar a llamarse simplemente Fairmont Barcelona.

Sentenciados Pujol y su familia a pasar a la historia para mal por el inapelable jurado popular, está por ver hasta qué punto la condena del Rey emérito afecta a la continuidad de la propia institución. Monarquía o república.

Con la exclusiva finalidad de quedar lo menos afectado posible por la mala reputación nacional e internacional de su padre, Felipe VI se ha pasado sin tardanza al bando de los que le condenan sin paliativos.

Sin tardanza y sin piedad. Una cosa es hacer lo correcto, o lo imprescindible, o sea tomar distancia, y otra intentar ser el primero en poner la soga y colgar al sentenciado. Al fin y al cabo, un padre es un padre. Al fin y al cabo, debe suponerse que les reyes también tienen corazón.

En Suecia, en Noruega en Dinamarca, en los Países Bajos, en Bélgica, por no citar a Gran Bretaña, la gente respeta un montón a sus reyes. Ya no les les temen, eso ya pasó, sólo les quieren. Les quieren y se sienten representados por su figura, que ha pasado con el tiempo de gobernante a símbolo compartido, aglutinador y unificador, que encarna y representa la tradición y la continuidad de la nación.

Juan Carlos, el campechano, caía bien. A falta de cariño popular, su natural simpatía contribuyó sin duda a realzar su figura entre la gente sencilla. Le veían próximo y así le medio perdonaban haber sido designado por el dictador Franco.

La monarquía restaurada encarna un sistema, no un país

Su hijo, en cambio, siempre es distante, envarado, más estirado que en palo de escoba. Incapaz de sonreír y de mostrar cercanía. Pero esta diferencia no resulta crucial para su continuidad.

Lo crucial es doble. Por un lado la historia de España, tan sangrienta y enfrentada, y por eso tan radicalmente distinta a la de las demás monarquías europeas. Los borbones llevan siglos representando un bando. Por eso son la única monarquía discontinúa entre las reinantes.

Por otro, la lejanía en relación al pueblo, que no solo es de actitud sino de fondo, tanto en el padre como en el hijo. La monarquía restaurada encarna un sistema, no un país. Vive rodeada por la oligarquía, no por la sociedad en su conjunto. Este es su error.

El error que el hijo comparte con el padre: no haber aprendido de Maquiavelo que el príncipe debe apoyarse en los más, en los que no tienen quien es defienda, en vez de ser el paladín de los menos, ya que la finalidad de los poderosos no es otra que beneficiarse de los sacrificios del pueblo.

El apoyo popular, una vez conquistado, algo nada fácil, es perdurable, mientras que el de los antiguos nobles y actuales oligarcas es frágil, de manera que la fidelidad, siempre reversible, depende de la utilidad en relación a sus propios intereses.

Por el momento, y en conclusión provisional por la zozobra de estos días, los partidos y los medios siguen fieles a Felipe VI. Sin embargo, a buen seguro que desaprovechará la oportunidad de la pandemia del coronavirus para, más allá de una retórica contraproducente, para ponerse al lado de los de abajo.

La solución a la crisis de la corona no vendrá de arriba

Son ellos, los que sufren encerrados en sus pequeños domicilios, los que sólo ven incertidumbre, la gran masa los que ya no se fían, los únicos que tienen en sus manos, o sea en su sistema emocional, el futuro de la monarquía en España.

Por mucho que lo parezca, por sólidas que sean las apariencias, la solución a la crisis de la corona no vendrá de arriba. Y ambos reyes están haciendo todo lo posible para que tampoco llegue de abajo.