La Constitución

La Constitución ha permitido que durante 40 años se respeten los derechos y libertades, la convivencia ciudadana y la alternancia pacifica en el poder

Que podamos celebrar el cuadragésimo aniversario de la Constitución es todo un éxito para una España en que las constituciones han tenido una esperanza de vida perfectamente descriptible.

La razón del éxito de la Constitución de 1978 radica en haber redactado un texto –el “consenso”, por utilizar un término que entonces hizo fortuna- capaz de integrar todas las sensibilidades políticas democráticas por la vía de la cesión y la concesión. De ahí, la legitimidad de una Constitución que, por lo demás, fue avalada ampliamente por los ciudadanos.

La función del Tribunal Constitucional es garantizar los derechos y libertades fundamentales

La Constitución de 1978 –otra de las razones de su éxito- nació dotada de un valor normativo al cual estaban sujetos todos los ciudadanos y los poderes públicos. Y, como garantía de ello y de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, ahí está el Tribunal Constitucional.

Ese –sacando a colación al jurista austriaco Hans Kelsen– “legislador negativo” que adecua las leyes a la legalidad constitucional.

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En definitiva, la de 1978 es una Constitución que durante cuarenta años ha posibilitado el respeto y observancia de los derechos y libertades fundamentales, la convivencia ciudadana, la alternancia pacifica en el poder de diversas sensibilidades política, y una grado de descentralización administrativa y autonomía política perfectamente homologables a los Estados federales.

Aunque –ahí está Francia, por ejemplo-, ningún Estado se ha de ver obligado a seguir por la senda federal.

Ahora, hay quienes querrían una reforma constitucional. Si se percibe la necesidad de ello y hay un amplio consenso para la reforma, ¿por qué no?

La Constitución necesita alguna reforma puntual, como incorporar el derecho europeo o suprimir derechos históricos de algunas Comunidades

Probablemente, sí exista la necesidad de alguna reforma. Por ejemplo: delimitar los criterios de la legislación básica a los que debe ceñirse el legislador autonómico y probablemente “cerrar” el modelo, delimitar y reforzar las competencias del Senado, eliminar los derechos históricos de algunas Comunidades, redefinir la relación entre el Estado y las diferentes confesiones religiosas, incorporar el derecho europeo o eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la corona.

Pero, ¿y el consenso? No existe. Lo que existe es un número indeterminado de reformadores que no son sino demoledores constitucionales dispuestos a liquidar el llamado “régimen del 78”. ¿Para qué?

Para afirmar su identidad y pertinencia “nacional” por la vía de una soberanía compartida como preludio de la secesión, para romper el principio de igualdad entre los españoles, para convertir la democracia liberal en asamblearia o referendaria, para trocear la Administración de Justicia, para cuestionar la propiedad privada o para cambiar la forma de Estado. En definitiva, para derogar la Constitución de 1978.

Así las cosas, la mejor alternativa –en espera de tiempos mejores que propicien el consenso- es no reformar la Constitución. ¿Una muestra de inmovilismo? Si ustedes consultan las reformas habidas –o posibles- en las democracias constitucionales verán que todas ellas se limitan a retoques sin cuestionar el espíritu original ni el entramado constitucional.

En muchos países se ha retocado la Constitución sin cuestionar su espíritu original

En Estados Unidos se han ampliado las libertades individuales y rebajado la edad del voto, en Alemania “no está permitida ninguna modificación de la presente Ley Fundamental que afecte la organización de la Federación en Länder” (artículo 79.3), en Italia el proceso de “revisión” es similar al español, en Francia se ha adaptado a la jurisprudencia de la Unión Europea. 

Además, en el Reino Unido –sin Constitución- se ha abolido la teórica potestad del monarca para disolver las cámaras, y en Japón no se ha hecho ninguna reforma dada la amplia mayoría necesaria para llevarla a cabo.

El nacionalismo, asunto pendiente de la democracia

Si regresamos a España, surgen algunas cuestiones. El nacionalismo periférico, ¿se conformaría con una reforma del Senado que lo convirtiera en una cámara territorial? ¿Se conformaría con la introducción de singularidades territoriales en la Carta Magna? ¿Privilegios territoriales en la Constitución? ¿Mercadeo constitucional? Miren, el nacionalismo no acepta ni eso.

Por culpa de ese nacionalismo, con la inapreciable ayuda de la izquierda más retrógrada, algunas reformas constitucionales, posibles y deseables, se quedan en la cartera de asuntos pendientes de la democracia española.

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Y a los que saquen a colación –la cosa es habitual en este caso- la cita de Thomas Jefferson que dice que cada generación “tiene derecho a elegir por sí mismo la forma de gobierno que cree que mejor promueve su propia felicidad”; a quien aduzca eso, conviene recordarle que el autor también apela a la responsabilidad intergeneracional, esto es, a no hipotecar el futuro de las generaciones venideras.

Por eso, los estadounidenses –republicanos y demócratas- veneran la Constitución. Por eso, la reforman solo para proteger los derechos individuales y limitar los poderes.

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