La bronca como preludio del desastre electoral
Como las aves precursoras de primavera a las que aludía el famoso cuplé, las tensiones que atraviesan el Partido Popular y que se han acelerado a lo largo de esta última semana podrían estar preludiando el descalabro electoral que les viene anunciando el CIS y que por lo visto comienza a tomar cuerpo entre sus militantes.
Ya es conocido ese dicho de que el poder desgasta pero la oposición mucho más y ante ese probable nuevo escenario no resulta extraño que quien más y quién menos empiece a realizar defensas numantinas de sus posiciones actuales, a maniobrar para que los teóricos rivales tropiecen en la competición o incluso a desempolvar planes B que estaban dormidos cuando el poder omnímodo de Rajoy protegía.
Hasta siete horas necesitó el comité electoral reunido en la calle Génova para designar a los cabezas de lista de comunidades donde las chispas ya habían empezado a provocar serios incendios. La inmutabilidad del presidente del Gobierno ya no daba para más y los nombres de los elegidos empezaron a salir a la luz pública.
Resulta difícil entender esta generalización de enfrentamientos al margen de esa pérdida continuada de apoyo electoral
En Madrid, donde ha habido de todo hasta el punto de que el presidente de la Comunidad ha acusado a su propio partido de estar detrás de las filtraciones sobre sus posibles irregularidad fiscales, empate: Esperanza Aguirre para el Ayuntamiento y Cristina Cifuentes, la preferida de Rajoy, para el Gobierno de la región. Aguirre no era la favorita de Génova pero a estas alturas cualquier alternativa era peor.
En Valencia, mantenimiento del status quo. Repiten Rita Barberá en la capital y Alberto Fabra, el presidente actual de la Comunidad, dos políticos que no se soportan y que recientemente se han peleado en público por el mantenimiento en el consistorio de Alfonso Grau, vicealcalde, imputado por malversación, tráfico de influencias y falsedad en documento mercantil. Una perla al que Fabra quiere ya fuera de cualquier cargo público.
Madrid y Valencia, las comunidades donde las peleas intestinas son más generalizadas y, no es curiosidad, las plazas donde la victoria del PP está más en el alero. Pero hay más. Monago, el líder extremeño, no ha tenido empacho en negarse a obedecer a su secretaria general, María Dolores de Cospedal, que le ordenaba retirar un vídeo de campaña vejatorio para los andaluces. Fidelidad siempre al partido, pero siempre que no haya votos por medio.
Resulta difícil entender esta generalización de enfrentamientos al margen de esa pérdida continuada de apoyo electoral que los diferentes sondeos registran para la formación conservadora. Peleas dentro y en los aledaños, donde se enconan los reproches por la tibieza con la corrupción, la falta de una política económica más liberal o la ausencia de democracia interna: nadie sabe, salvo tal vez Rajoy, los méritos políticos, intelectuales o profesionales de «Juanma» Moreno para luchar por la presidencia de la Junta de Andalucía. Y así les va allí.
El alejamiento de las expectativas de poder es directamente proporcional a las disensiones internas. Que se lo digan, por ejemplo, a Izquierda Unida o a Iniciativa (donde empiezan a abandonar los soberanistas) o a la UPyD de Rosa Díez a la que le ha crecido dentro una corriente de nombre tan poco equívoco como «Primero, la ciudadanía» y que siente día sí día también la amenaza de Albert Rivera en el cogote. Sólo donde ese poder ni está ni se espera, como es el caso de Cataluña, parece que las aguas siguen tranquilas en las sedes populares.
Precisamente, es tal vez el presidente de la Generalitat catalana, Artur Mas, quien podría sentirse animado ante esa disgregación del partido del centro derecha española con los que tan bien se ha entendido en muchas ocasiones, sobre todo en la propia Cataluña. Un gobierno débil y unas Cortes fragmentadas constituirían una oportunidad, un nuevo escenario, para este dirigente que parece correr cada vez más en una especie de vía muerta.
Otra cosa es que ese escenario fuera bueno para la mayoría de catalanes, presos en una dialéctica perversa a la que han conducido con distinto grado de responsabilidad la inflexibilidad de unos y el fanatismo mesiánico de otros.