La Barcelona de Leopoldo

En su domicilio de la Avenida Pedralbes, Rodés te esperaba para desayunar a las ocho de la mañana hechas sus tablas de gimnasia, duchado, encorbatado con nudo Oxford y con los puños almidonados. Su terraza se asoma frente al conjunto arquitectónico de Sert en el que sienta reales Pepe Sunyol, vecino, competidor y gran coleccionista. Rodés ha jugado un papel central en la configuración de la Barcelona actual post olímpica y mestiza.

En el mundo de los negocios, como empresario de Media-Planning, englobada en Havas Media, y también como consejero de La Caixa, eslabón de su internacionalización, en liza con el mexicano Carlos Slim.

Su contribución es inacabable en el campo de la cultura y del arte, empezando por el Museo de Arte Contemporáneo, pasión compartida con su esposa Ainhoa. El MACBA sirve de ejemplo para explicar el modelo público-privado que ha dado frutos muy densos y que se ha trasladado, con mejor o menos suerte, al Gran Teatre del Liceu o al mismo Palau de la Música, más allá del tartufismo de algunos políticos y del vicio cleptómano del nieto del fundador.

Rodés dio una de las notas del color preolímpico. Aquella fue la ciudad de Leopoldo y de Carlos Ferrer-Salat, entonces presidente del COE y ex fundador de la gran patronal española. Siguiendo los deseos de Pasqual Maragall, Leopoldo Rodés y Ferrer-Salat se pusieron en el bolsillo a decenas de representantes del Comité Olímpico Internacional. Y no lo hicieron con trucos de tapadillo, sino ejerciendo el lobby, una actividad tan necesaria como hoy desprestigiada.

Siguieron los designios discretos de Juan Antonio Samaranch. Colocaron a Barcelona en el mapa avant la lettre realizando un sueño nacido años antes en Moscú, el día en que Samaranch, entonces embajador, pactó con el alcalde Narcís Serra iniciar el trayecto olímpico sellando el juramento con una matrioska que el presidente del COI le regaló a Concha, la esposa de Serra.

Con los Juegos Olímpicos en el acervo de todos, Leopoldo se comprometió con el sector de la economía productiva: las empresas familiares. Fundó el Instituto de la Empresa Familiar a modo de «grupo de interés», destinado a liberar la continuidad de los activos industriales. Pero, hoy, aquel portentoso Instituto, diseñado junto al profesor Alfredo Pastor, se ha convertido en una hidra de mil cabezas, pasto de economías-contables e influencia decreciente. Hay cosas en la vida que pierden influencia cuando ganan importancia.

Durante los años del canapé, las relaciones y el rigor ascendían las ideas al cielo al que pertenecen. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el Liceu, después del pavoroso incendio, volvió a la vida ciudadana de la mano de Leopoldo y volvió al escenario de la mano de Bohigas, con el dinero del Ministerio de Cultura. La ciudad no es lo que parece, vive de humores cuya siembra decidirá el futuro. A los Leopoldos, por sus gestos y medias palabras se les entiende mejor que por sus hechos.

Un iniciador no tiene por qué finalizar los diseños institucionales que cierran los proyectos. Pero si algo nos hace falta son iniciadores. Leopoldo lo ha sido en el campo de la economía y especialmente en el campo de la cultura, donde su mecenazgo sigue la huella de los catalanes pioneros (Cambó o Manuel Girona), pero ampliando el radio del empeño tras la huella del estilo Rockefeller.

Leopoldo fue banquero, también. Tuvo experiencias en la élite de la banca extranjera y configuró un tramo decidido del Urquijo, aquella vieja ficha industrial adquirida por los March. De hecho, Leopoldo fue, durante un tiempo corto, el financiero catalán de Corporación Alba, cabeza de puente de los hijos y nietos de Juan March, aquel mallorquín universal que financió una guerra después de entrar y salir de la cárcel con chófer y criados con librea.

El hombre alto de mirada discreta nos deja a los 80 años. Siempre persuadido ante la última de la última. Jugó sus cartas en un sector imperfecto y volátil como la publicidad, pero vivió con muchos al amparo de un designio compartido. Juntó anhelos muy dispares. No fue amigo de representar emblemas (se llamaran Duchamp o Warhol). Fue más bien unidor de diferencias, explorador de contrarios. Y en aquel desayuno lejano de la Avenida Predalbes, dejó el recuerdo de un semblante ceñudo en la plenitud, recordado en una foto irrefutable de Agustí Carbonell.