La atrofia moral del populismo
El choque entre la cultura del poder del populismo y la cultura de la libertad de la Constitución nos ha conducido hasta las puertas de Tannhäuser de la democracia
Todos los populismos autóctonos coinciden en su desprecio al espíritu de la Transición y al pacto constitucional. Solo celebran la Constitución si les sirve para disfrutar de un largo puente vacacional, pero en su base ideológica y cultural la mayoría de los principios constitucionales les resultan ajenos o negativos. De hecho, los consideran obstáculos a esquivar o derribar para alcanzar su objetivo: detentar el mayor poder posible. Por este motivo, generan un marco discursivo de rencor y odio que les permita denigrar pilares civilizatorios como el pluralismo o la separación de poderes y, así, justificar lo democráticamente injustificable.
Su fuerza electoral reside en el simplismo de su visión del mundo, en el confort emocional que proporciona la idea según la cual todo, absolutamente todo, es culpa del otro. Su lógica es, por lo tanto, estrictamente la contraria a la que inspiró a los padres de nuestra democracia. El pacto constitucional aunó a conservadores, democristianos, liberales, socialistas, comunistas y catalanistas en la voluntad de encarar el futuro con tolerancia y generosidad, superando un pasado durísimo gracias al perdón y la concordia.
La Constitución de 1978 es la auténtica tercera vía que compatibiliza el principio de unidad y el de autonomía
Aquella concordia dio como fruto una democracia plena y ampliamente descentralizada. La Constitución de 1978 es la auténtica tercera vía que compatibiliza el principio de unidad y el de autonomía. Nadie imponía su programa de máximos. Nadie era derrotado. Sin embargo, esta cultura democrática se ha ido erosionando y los populismos y sus discursos de la discordia se han abierto paso hasta alcanzar la mayoría parlamentaria.
En este contexto, la Constitución se alza como la principal garantía de libertad para todos los españoles. Es el muro que nos protege de aquellos cuya ambición de poder rebasa los marcos de la democracia liberal. Y es que la libertad de los ciudadanos nunca debería depender de la voluntad de los gobernantes, porque, a pesar de tener el respaldo de las urnas, estos podrían actuar con toda la mala fe democrática. No es necesario que la imaginación vuele muy alto para encontrar ejemplos de lo que trato de explicar.
Los socios de Pedro Sánchez demuestran cada día cuál es su respeto por la libertad y la dignidad de, al menos, la mitad de los catalanes. En septiembre de 2017 plasmaron su modelo constitucional en las denominadas leyes de transitoriedad. Trataron de implementar una autocracia con todo el poder concentrado en manos de Carles Puigdemont, caudillo por gracia de la CUP. Por aquellos tiempos se llenaban la boca de la palabra democracia, pero la realidad es que pretendieron reconvertir a todos los ciudadanos catalanes, independentistas o no, en súbditos. Si no se hubiera el impuesto el imperio de la ley, hoy no seríamos libres.
Se está proclamando que la democracia y la libertad pueden sacrificarse si es necesario para imponer una visión política
Sin embargo, la Constitución, aunque necesaria, no es suficiente. Si en una sociedad se impone una cultura contraria a la libertad, esta tiene los días contados. Por esta razón es preocupante que ciertos líderes políticos promuevan argumentos y tomen decisiones que socavan cualquier virtud cívica, aunque utilicen artificios retóricos como ciertas referencias a la “europeización” o la “modernización”. Es el caso de la derogación del delito de sedición del Código Penal. Es una decisión que genera valores en la sociedad o, mejor dicho, antivalores. En el fondo, se está proclamando que la democracia y la libertad pueden sacrificarse si es necesario para imponer una visión política o, simplemente, para mantener el poder.
En la misma línea, el desprecio del socialismo español a la libertad de media Cataluña se observa cuando se retira al CNI, cuando no impugna la exclusión del castellano en las escuelas o cuando avala a una de las mentes del golpismo, al machista y multi-imputado Lluís Salvadó, para ocupar un cargo tan elevado como el del presidente del puerto de Barcelona. Todas estas decisiones y sus coartadas argumentales han generado la suficiente atrofia moral para que ya se plantee sin ningún escrúpulo rebajar las penas por delitos de malversación si el robo del dinero público ha tenido motivaciones políticas. Es decir, la degeneración de la cultura democrática es tal que PSOE y Podemos están dispuestos a justificar que atacar la Constitución sirva como atenuante en los casos de corrupción.
En definitiva, el choque entre la cultura del poder del populismo y la cultura de la libertad de la Constitución nos ha conducido hasta las puertas de Tannhäuser de la democracia. En el último lustro, hemos visto paradojas que nunca hubiéramos creído que veríamos: desde el independentismo poniendo en riesgo la autonomía catalana con un proceso ilegal y autoritario hasta el Gobierno de España poniendo las instituciones del Estado al servicio de quienes pretenden quebrar el propio Estado. Y parece que son muchas las aberraciones democráticas que nos quedan por ver en 2023. Ahora uno empieza a entender la euforia con la que todos estos partidos celebraron la victoria electoral de Pedro Castillo (a.k.a. Sombrero luminoso) en Perú y su sepulcral silencio tras el fallido autogolpe de esta semana.