La alharaca anti-Trump
Está claro que al mundo intelectual le va eso de situarse siempre a la contra. Esta última semana asistí en Santiago de Chile a un congreso sobre la reforma de los Estados y de las administraciones públicas. Es la 21 edición de una iniciativa impulsada por el Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD). Se reunieron casi 1.200 personas en la sede de la Universidad Católica de Chile. Por lo que parece, la edición del próximo año se celebrará en Madrid.
Tres días en Santiago de Chile dan para poco, pero tuve la suerte de coincidir con los profesores Carlos Vignolo y Álvaro Ramírez-Alujas, de la Universidad de Chile, quienes me ofrecieron la oportunidad de pasearme en auto por una ciudad tan extensa que hubiese sido imposible recorrerla sin su ayuda. Lo que me impresionó de verdad fue constatar hasta qué punto una ciudad puede ser a la vez tres ciudades en una. Si sólo hubiera visto la ciudad vieja, donde está ubicada la Universidad y el Palacio de la Moneda, probablemente no hubiese podido darme cuenta de ese fenómeno.
Vignolo nos subió a su coche para enseñarnos, a mis acompañantes y a mí, Sanhattan, nombre popular que recibe un sector de Santiago de Chile ubicado en el límite de las comunas (digamos barrios) de Providencia, Las Condes y Vitacura, al oriente de la ciudad. Hace 20 años se levantó frente al río Mapocho una torre de 33 pisos, que pronto se hizo acompañar de otras similares en cada lado. Ese fue el puntapié inicial para que el sector se convirtiera en el principal polo de negocios y el primero en modificar el skyline de Santiago.
Sanhattan fue el proyecto más ambicioso de la Concertación, la coalición entre demócrata-cristianos y socialistas armada para superar los efectos de la dictadura. Una dictadura que fue brutal y despiadada, como queda reflejado en el impresionante Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Los chilenos hablan mucho de la dictadura y de los efectos que tuvo, pero lo cierto es que desde la década de los 90, las desigualdades han disminuido poco. La segmentación de la ciudad lo prueba, lo mismo que el paro nacional de los funcionarios, quejosos con las retribuciones que perciben. ¡Qué paradoja que el Servicio Civil apoye un congreso reformista como el que nos convocó en Santiago y al mismo tiempo sus empleados les afeen la agenda con un paro descomunal!
Como todo congreso académico está dominado por profesores exagerados y planteamientos irreales, junto a numerosos espléndidos paneles, también tuve la oportunidad de escuchar propuestas que deberían avergonzar a quien las plantea. Por ejemplo, estuve presente en la exposición de la Ministra de la Felicidad (lo han leído bien, de la felicidad) de los Emiratos Árabes Unidos. Daban ganas de interrumpirle para preguntarle por las evidentes desigualdades de esa confederación de emiratos, incluyendo las de género, pero el público calló y se zampó la propaganda de tres mujeres, vestidas como ustedes ya se pueden imaginar, sobre felicidades imposibles, sobre el existoso proyecto de convertir Dubai en una smart city como no haya otra en el mundo. El poder del dinero contrarresta cualquier atisbo de crítica.
Fue por eso sorprendió el aplauso que arrancó del público la profesora norteamericana Mildred E. Warren, de la Universidad de Cornell, cuando dijo, sentada en el escenario junto a Manuel Villoria, con quien acababa de charlar sobre buena gobernanza y anticorrupción, que Donald J. Trump, el presidente electo de los EE.UU, se convertiría en el primer dictador que padecería su país. Me quedé helado, no tanto por los aplausos, que en Chile tienen su justificación, como por tamaña estupidez.
Entonces volví a pensar en los grandes rascacielos que se alzan en Sanhattan y en esa opulencia descarada a la que contribuyeron los efectos destructivos de la dictadura. Pensé en el 11 de Septiembre de 1973, cuando el general Pinochet se levantó contra el presidente constitucional chileno, el socialista Salvador Allende (del mismo partido que Michelle Bachelet, la actual presidenta, aunque no lo parezca), bajo los auspicios de la CIA y de uno de los peores presidentes que ha habido en los EE.UU., Richard Nixon, tan soez e impresentable como Trump, y que tuvo el apoyo de uno de los políticos más sagaces e inhumanos que ha ocupado la secretaria de Estado, el afamado Henry Kinsinger.
En Chile hubo elecciones municipales el pasado mes de octubre y la coalición de izquierdas, Nueva Mayoría, que es la continuación de la antigua Concertación pero con la inclusión del Partido Comunista, perdió claramente. La clases medias le dieron la espalda, lo mismo que ha ocurrido en los EEUU.
Una encuesta de la CNN sobre el perfil de los votantes norteamericanos muestra que de entre las clases más pobres, las que tienen un sueldo medio por debajo de los 30.000 dólares o las que cobran entre unos 30.000 y unos 49.000 dólares han votado mayoritariamente por Clinton, un 53% y un 51% respectivamente, y sólo un 41% y un 42% lo han hecho por Trump.
Si lo miramos por zonas, un 59% de los habitantes en las zonas urbanas han votado demócrata y sólo un 35%, republicano. Trump no ha conectado con el votante de clase media empobrecida que tenían los demócratas en 2008, pero tampoco lo ha hecho Clinton. Simplemente, no ha acudido a votar. Ese es el problema y no si Trump es un personaje histriónico o machista.