Gracias, Jeff
Jeff Bezos es el hombre más rico del mundo, pero también alguien a quien le gusta mucho leer, que trabajó en Mcdonalds y quien inscribió Amazon en 1994
No sé gran cosa del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos. Sé que tiene un año y medio más que yo y que, en principio, compartimos una misma pasión, los libros, aparte de que adornamos nuestro paso por el planeta con un mismo hecho luctuoso, un divorcio. Es decir, que formamos parte de un club de miles de millones de personas en el mundo, sobre todo por el hecho luctuoso, porque leer, lo que se dice leer, empieza a ser casi una actividad subversiva.
Hasta ahí, cualquier parecido es pura coincidencia. He tenido y tengo algunos amigos cubanos, algunos muy íntimos como el padre franciscano Miguel Ángel Loredo, pintor afamado, y al que acudíamos cada año mi familia a visitar en la Iglesia de San Francisco de Asís en Nueva York, a donde escapó tras cumplir diez años de condena en campos de trabajo y tortura, cortesía de Fidel Castro, por refugiar a un piloto de MIG durante una hora en la que este aviador, en plena fuga de ese paraíso de la libertad que es la Cuba actual, no tuvo otra ocurrencia que esconderse en la Catedral de La Habana.
Allí Loredo era un sacerdote de base, hasta que nos dejó para ir a visitar a su patrón en los cielos en 2011; otros fueron clientes como Leopoldo Fernández Pujals, el creador de Telepizza, y también cubano millonario. Como es bien sabido, los cubanos son cubanos allá donde estén y pese a quien pese, aunque su pasaporte cambie.
Todos miraban a Bezos como el émulo al que seguir, como el ejemplo del emprendedor cubano. La verdad pura y dura es que Bezos, al menos genéticamente, no tiene nada de cubano. Nació en Alburquerque, Nuevo México, en 1964 como Jeffrey Preston Jorgensen, hijo de Ted Jorgensen —apellido de origen noruego— propietario de una tienda de bicicletas. Pero, tras el divorcio de sus padres, Jeff adoptó el apellido Bezos de su padrastro, un emigrante cubano que sí logro escapar de los hermanos Castro, Mike Bezos.
Jeff era buen estudiante, trabajó los veranos en un McDonalds, en la cocina, como tantos y tantos miles de estudiantes americanos, y acabó con buenas notas, suficientes para acabar graduándose summa cum laude en la Universidad de Princeton en 1986. Tras desempeñar diversos cargos algunos años en diversas empresas financieras de Wall Street como Bankers Trust o D.E. Shaw, donde llegó a senior vice-president —y es relevante lo de senior— a los 30 años.
Pero Jeffrey seguía enganchado a los libros, leía y leía —¿nadie se pregunta la relación entre algo tan antiguo como leer y las nuevas tecnologías que explicaría el paradigma de que billonaires como Bezos, Gates, Zuckerberg… se pasen el día leyendo?— y pese a estar en una industria, las finanzas, donde se mueve el dinero como un río caudaloso, a finales de 1993 en su garaje, aunque inscribió la firma en julio del 94 tras un largo viaje con su esposa en coche desde Nueva York hasta Seattle donde ella conducía mientras él escribía.
Un nombre en honor al río más caudaloso del mundo
De esto hace dos telediarios en tiempo histórico, pero ya, definitivamente, es historia y acabará siendo materia de estudio en las universidades de todas partes. Entre las anécdotas es reseñable que, cuando decidió establecer la librería online, que en un principio se iba a llamar Cadabra, la palabra asociada a la magia, se decidió al final por bautizarla como Amazon, en honor al río más caudaloso del planeta… y a que empieza por la letra A.
Sus padres le prestaron 300.000 dólares y se lanzó a la aventura junto a su esposa MacKenzie Tuttle, una novelista —no podía ser de otra manera— con la que había contraído matrimonio el año anterior, en 1993, y con la que ha tenido cuatro hijos, aparte de una niña china a la que también adoptaron. Tuttle fue la coprotagonista de su viaje de costa a costa, desde Nueva York a Seattle del que salió la presentación ante los inversores y VCs de la Costa Oeste de Amazon.
Bezos solo vendía libros durante los primeros tres años de Amazon y estuvo al borde de la bancarrota, aunque pudo salvar su compañía. Tres años después de fundar Amazon, la sacó a bolsa y empezó a vender música y vídeos. La historia posterior es harto conocida y, hoy, Amazon es la tienda más grande del mundo y Bezos el hombre que amasa la mayor fortuna. Una cosa no ha cambiado: lee, al menos, cincuenta libros al año (ya estoy viendo las caras de ustedes, pero siempre hay tiempo; piensen en los vuelos, en no dedicar un minuto a los horrorosos programas de Mediaset o A3Media…).
Pasar de leer el papel a usar una pantalla
Hoy rindo homenaje a este tipo al que no conozco y del que dicen que tiene bastante mal genio —¿otra cosa que nos une?—. Y no me inclino ante él porque yo sea un compulsivo comprador de Amazon, que no lo soy, ya que apenas uso mi cuenta de Amazon Prime para ver películas y buscar algún libro que no encuentro en sitio alguno. Rindo pleitesía a Jeff Bezos porque, con la inestimable ayuda de mis hijos, ha conseguido lo que nadie antes consiguió, que deje de leer libros en papel, para solaz de algún bosque.
Hace casi cuatro años, tras mi divorcio, mis hijos no encontraron mejor remedio a mi tristeza que regalarme un Kindle, esa tableta de escaso atractivo visual que se está convirtiendo en el libro actual, paso a paso, en un proceso sin vuelta atrás. A mí me suele recordar al cambio automático en los coches. Hace más de treinta años probé mi primer coche automático. Muchos “puristas” me señalaban lo sacrílego de aquello, “eso no es conducir”, me decían. Hoy les veo en sus coches automáticos, tan felices e impuros.
Los lectores a través de e-readers son ya mayor en Estados Unidos y representan el 45% de las ventas de libros. Y ya se saben la cantinela, si ocurre en Estados Unidos,… Mi Kindle vivió arrumbado en los rincones más insospechados de las cuatro casas en las que he habitado desde entonces. Nunca le presté atención. Yo, interiormente, me sentía muy orgulloso de ver acumular tomos de libros y más libros en las estanterías que he tenido, con su característico olor, mezcla de tinta y celulosa.
Los lectores a través de e-readers son ya mayor en Estados Unidos y representan el 45% de las ventas de libros
Me gustaba tocarlos, acariciarlos, sentirlos… Sin embargo, los iba dejando por el camino. Aunque eran un peso que me acompañaba en todos mis viajes. Recuerdo poner el arcón de esquí en el maletero del coche en verano para ir a la playa en familia, con el cofre lleno de libros y diccionarios… y algunas botellas de vino, sí, lo reconozco. Una mañana de sábado de hace un mes, de esas mañanas en las que estás en la cama planeando el día y fuera hace un tiempo desapacible, se me encendió la bombilla.
Ya saben que kindle significa encender, así que se prendió la llama, fui a por mi cacharro lleno de polvo, cargué su batería, me salió un muñequito sonriente en la pantalla que me encandiló —encandilar es el otro significado de kindle— y hasta hoy. Les pareceré un bobo, ya que todos ustedes lo saben ya, pero hay tantos miles y miles de libros gratis, tantas y tantas posibilidades al alcance de la pantalla táctil…
Una vez que lo conectas al wifi de tu casa, abres una mansión con miles de habitaciones. Gracias a mi cuñado que me dio unas lecciones prácticas sobre el uso de mi lector, lo que me hace pensar que la palabra cuñado no siempre se debe asimilar a idiota, me puse en marcha. Los libros por los que pagas 30 euros en tu librería habitual los compras por la mitad de precio y se quedan archivados para siempre, sin peso alguno en el traslado, cuando tocas una palabra en alemán o alguno de los muchos idiomas cultos importantes que no dominas, como el euskera, o será euskara, te aparece el significado en un segundo, te olvidas del Webster, de la RAE, del María Moliner…
Todo está incorporado en ese objeto de aspecto poco moderno que pesa menos de 200 gramos. La verdad es que mi Kindle es antediluviano (cuatro años en la Costa Oeste es como un siglo de cuando yo nací). Pero, qué caramba, es un regalo de mis hijos. Aún lo usaré miles de horas antes de pasarme a alguno con retro iluminación, aparatos más wow! que ahora veo en fotos de Amazon y me hacen suspirar de emoción.
Estoy seguro de que el viejo Jeff pronto añadirá un botón a sus Kindle para combatir el nacionalismo con la misma fiereza que combate el aburrimiento. No me cabe duda de que si cada nacionalista hubiese leído la mitad de libros de Bezos le daría exactamente igual su origen genético, como al mago de Seattle le importa un bledo que siga saliendo en las listas de ricos cubanos, siendo de origen noruego, ¡who cares!
Finalmente, ese capullo con mal genio me ha cambiado mi vida en aquel viaje de cinco mil kilómetros en coche mientras miraba de refilón a su esposa sin sospechar que, gracias a él, ella sería en 2020 la mujer más rica del mundo. ¡Menuda pareja!