Juventud, divino tesoro
"En todo este desastre pandemita, las teorías y las conclusiones sin contraste, son todavía más condenables que la propia ignorancia"
Así comienza el reconocible título de un poema del ahora no muy leído Rubén Darío, prócer de las letras nicaragüenses y que fue musicado por un actualmente todavía menos oído Paco Ibáñez. Y es que los jóvenes, alocados ya de por sí, andan últimamente desbocados, incluso más que de costumbre. Lo presagió nuestro grave Séneca cuando afirmaba en su Epístola 95 a Lucilio que los fogosos jóvenes desperdiciaban su tiempo en actividades que parecían no conducir a ninguna parte.
¡Qué tiempos! Atribuir a los jóvenes y a sus supuestas prácticas grupales la mayor parte de los males derivados de la extensión de la pandemia parece, a todas luces, facilón e injusto. Y todavía resultaría más reprochable que la diseminación del virus se debiese a su insistencia en montar saraos en estos tiempos tan trágicos. Pero la evidencia de los datos nos obliga a revisar viejos clichés y, en el fondo, explicaciones muy básicas para sucesos tan complejos. Los resultados del cribado que la Universidad de Santiago puso en marcha el pasado mes de octubre arrojan cifras muy reveladoras: realizadas dichas pruebas a un 90% del alumnado, la confirmación de positivos es del 1,2%. Conclusión de la decana de Enfermería: “El foco no está aquí. Hay que buscar en otro lado”.
Resulta muy fácil impregnar a los jóvenes de una irresponsabilidad que no les corresponde por el mero hecho de serlo. Torticera manera de no avenirse a reconocer que no sabemos muy bien qué está provocando esta segunda oleada del pertinaz virus que está decidido a no dejarnos en paz. Además, y en su descargo, a los jóvenes los hemos habituado a pensar que rebeldía, juventud, inconsciencia y despreocupación por lo ajeno son componentes naturales del mismo cóctel. Bien utilizan este brebaje las campañas publicitarias que se enfocan a la gente joven. Pero no seamos cenizos y busquemos respuestas en la naturaleza para entendernos mejor.
La mariposa de Bates
El naturalista inglés Henry Walter Bates (1825–1892) vivió once de sus 67 años de vida en las selvas vírgenes de Brasil. Entre las mariposas que cazaba encontró con frecuencia ejemplares de colores vivos y chillones, que incluyó en la familia de los helicónidos (Heliconius). Sólo tras investigar con mayor detenimiento descubrió que pertenecían a la familia de los piéridos (Pieridae). A pesar de ser muy llamativos, los helicónidos volaban muy lentamente y así lo hacían también los coloreados piéridos. Sin embargo, Bates vio que los pájaros no cazaban a los helicónidos, que hubieran sido presa fácil. Sospechó que éstos resultaban venenosos o que tenían un sabor desagradable y que, debido a su parecido, los pájaros tampoco atacaban a la reducida población de piéridos.
«En todo este desastre pandemita, las teorías y las conclusiones sin contraste, son todavía más condenables que la propia ignorancia»
Este caso de parecido engañoso entre un animal inofensivo y comestible y una especie incomible o provista de las defensas necesarias se llamó en su honor “mimetismo de Bates”. Así como los piéridos imitan a los indigestos helicónidos, muchas especies de moscas toman prestada la forma de avispas, abejas o abejorros provistos de aguijones y venenos, mientras que hay cucarachas que fácilmente podrían confundirse con alguna especie de crisomélido protegido por jugos de mal sabor, o grillos que apenas se distinguen de los escarabajos bombarderos que se defienden lanzando ácidos contra un posible agresor.
Coincidimos en que la mentira más perfecta es la del mimetismo, sobre todo cuando resulta imposible “a simple vista” distinguir la verdad de su tergiversación. Por ello, los mecanismos que nos puedan permitir “separar el grano de la paja” han de estimarse como imprescindibles a la hora de valorar las intenciones y los resultados de las personas, no atribuyéndoles comportamientos sostenidos en nuestros propios prejuicios. A diferencia de la mariposa de Bates, no se trata sólo de parecerlo; hay que serlo y, como consecuencia, descubrirlo. En todo este desastre pandemita, las teorías y las conclusiones sin contraste, son todavía más condenables que la propia ignorancia.
“Se tiende a poner palabras…»
Allí donde faltan las ideas”. Lúcida frase de Goethe. Estamos rodeados de oxímoros: juventud alocada, nueva normalidad, aplanar la curva, cierre perimetral, etcétera. Bueno, en realidad este último ni tan siquiera es un oxímoron; resulta ser, simplemente, una mera redundancia. ¿Qué cierre no tiene la vocación de ser perimetral? Es que, de no serlo, no sería un cierre. En fin…
Acabamos con una frase, parece ser que también atribuida a Goethe, muy apropiada para los tiempos tan especiales que nos ha tocado vivir: “los sabios y los tontos son igualmente inofensivos: los que más son de temer son los sabios a medias y los medio tontos”. Claro, no en vano, Goethe era… alemán.