Junqueras, Puigdemont, ya basta de ‘gestitos’
Quien recuerde aquella entrevista de Joaquin Soler Serrano a Josep Pla, en un programa que se llamaba A Fondo, y que era realmente ‘a fondo’, sin cortes publicitarios, –se puede ver de nuevo, a través de diferentes canales– podrá ahora analizar con cierta frialdad la política catalana. Pla sostenía en aquel espacio de RTVE que el español era un hombre «insatisfecho», y que el catalán era «muy envidioso». Al margen de muchas interpretaciones, y de aquella frase que afirmaba que «el catalán se ha pasado la vida siendo español cien por cien y le han dicho que tiene que ser otra cosa», lo que apuntaba Pla era un clima de continua insatisfacción, de vivir con la necesidad de agarrarse a alguna tabla de salvación.
Y es lo que pasa en la Cataluña contemporánea. Hay problemas, muy similares al del resto de la ciudadanía española. Pero los gobernantes, de signo nacionalista, han querido marcar su propia agenda política. Es cierto que secundada por una parte de la sociedad catalana, se dirá que mayoritaria, pero compleja, con intereses distintos.
Con la idea de generar una situación de igual a igual con otro gobierno, el soberanismo se dedica a impulsar pequeñas llamaradas, aplaudidas por los convencidos. Las muestran se repiten, una y otra vez. En la semana santa, el Govern de Carles Puigdemont se apropió de un viaje particular de Matteo Renzi, el primer ministro italiano, amigo de una de las familias italianas que sufrieron el accidente de autobús en Freginals (Tarragona). Se trató de una victoria para Puigdemont, al recibir, como hombre de estado, al mandatario italiano, ante la perplejidad del Gobierno español.
Otra muestra, y ya se intenta desde hace un par de años, es la voluntaria declaración de la renta de los catalanes en la Agencia Tributaria de Cataluña. Ese debería ser el punto de inflexión. Si una mayoría de catalanes –particulares y empresas– así lo deciden el Estado español tendría un problema. La Hacienda catalana es el primer objetivo para los independentistas. Pero, ¿qué ocurre? Que sólo se presentaron 178 declaraciones en 2015. Ello le ha llevado a decir al ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que «la Hacienda catalana no existe».
Toda esa bronca política no quita que se pudiera establecer un consorcio tributario entre la Agencia estatal y la catalana. Eso figuraba en el Estatut de 2006. Y debe ser, todavía, un objetivo plausible.
La penúltima muestra es la decisión de Oriol Junqueras –que había iniciado bien su mandato, con entrevistas con De Guindos y Montoro– de enviar al Consejo de Política Fiscal y Financiera de este viernes a Raül Romeva, el conseller de Exteriores de la Generalitat, y que se define, en sus viajes, como el «ministro» de Cataluña. ¿Para qué esos gestos? ¿De qué sirven?
Romeva no está al corriente de esas negociaciones. Nadie dice que no pueda aportar sus conocimientos, y de que conoce, seguro, cómo se distribuyen los objetivos de déficit entre el Gobierno central y las autonomías. Pero si lo que quiere Junqueras es un golpe de efecto, porque no está de acuerdo con la política de Montoro, sería más directo no enviar a nadie, como había hecho en la pasada legislatura el conseller Andreu Mas-Colell.
Y la última ha sido la de quemar algunas páginas de la Constitución española en un programa de TV3, alegando que se trataba de un espacio de sátira, y con la excusa de que se quería combatir que el Tribunal Constitucional haya declarado inconstitucional el decreto de pobreza energética del Govern.
Son gestos. Gestitos. Algunos muy graves, como el de TV3. Política para marcar posición. Para constatar que se quiere plantar cara. Pero no es efectivo. Los problemas de la Generalitat –como administración pública– no confundir con Cataluña, se pueden resolver de forma racional. Es cierto que la otra parte no está por la labor. Pero se aprovecha de esos ‘gestitos’ para enrocarse. Y, mientras, nadie resuelve nada.