Josep Maria Loza: Midas, el hijo del conserje
¿Ahora quién paga los gastos? Las comunidades autónomas y las cajas de ahorros. El PP ha fumigado de un golpe dos referencias: el modelo territorial del Estado y la España del ahorro (las cajas). Respecto al ahorro, debe decirse que no todas las cajas lo hicieron mal. No señor. No todas fueron como Castilla La Mancha o CatalunyaCaixa. Y, además, en esta última hizo falta el curso torticero de Josep Maria Loza para mandarlo todo a paseo.
Loza nació literalmente en la sede de CatalunyaCaixa, un caserón mostrenco de piedra parda, que albergó al Banco de España durante la II República, situado en el número seis de la plaza Antonio Maura de Barcelona. Era el hijo del conserje, y su familia habitaba una vivienda dentro del mismo edificio. Cuando Loza se marchó -con una póliza de pensiones de 10 millones de euros en el bolsillo- CatalunyaCaixa reventaba de subprimes y otros papeles de los hedge funds.
Tras muchos tira y afloja, Narcís Serra, el último presidente de la caja, lo invitó al abismo con el toque de discreción característico del ex vicepresidente de Gobierno. Durante cuatro décadas de servicio, Loza comió siempre en el comedor de los empleados, guardó turno en la cola del rancho y mimó a los clientes de hipoteca y vivienda tasada.
Pero su imagen de hombre honesto y traje oscuro con escudo de la casa en su solapa se vino abajo hace apenas unas horas, cuando el ex presidente de la entidad, Antoni Serra Ramoneda, confesó en sede legislativa que las preferentes se vendían desde las Islas Caimán, con el beneplácito del Banco de España. Durante mucho tiempo, la conciencia de fin de fiesta recorría su marca. Pero lo de las Caimán es un golpe demasiado bajo para los suscriptores de deuda subordinada. En CatalunyaCaixa, la cultura del ahorro ha sido un simple cañamazo; un escenario de cartón piedra.
En sus años de director general, Loza llenó el vacío de su antecesor Francesc Costabella y emuló al anterior, Joan Bilbao. Este último fue el origen de los males en la caja de la Diputación socialista durante la etapa de Joan Sureda, un emblema desaparecido y escasamente contrastado. Loza, que esta semana ha comparecido en el Parlament para testimoniar sus errores, es un hombre de la casa, al estilo de la vieja escuela, la de Alfonso Escámez, aquel banquero que empezó de botones y acabó de presidente en el Banco Central.
CatalunyaCaixa quiso hacer de los seguros su work in progress, pero ahí cavó su propia tumba. Se metió accionarialmente en la Colonial de Portillo, en Abertis, Repsol y Gas Natural. Hizo de su capa un sayo, de su descalabro una virtud. Loza se acostumbró a su despacho, un minarete con ventanal sobre la vieja muralla de la ciudad y la catedral gótica; se cobijó en el mastodonte como el poeta Kavafis en Alejandría; llegó a creérselo sin advertir que lo peor de un tonto es su vocación. Tuvo que vender Multinacional Aseguradora, causa de su agujero histórico, por mil millones a Catalana de Occidente. Vendió por mil lo que le había costado 5.000 y otros 20.000 en saneamientos.
La ruina que ahora llora no es la del cargo, sino la del infortunio. Al empleado del mes se lo comen los gusanos del recuerdo. Quiso colocar y colocó a CatalunyaCaixa en el top five de las cajas de ahorro. Le sobró tiempo para levantar la Fundación Un Sol Món dedicada a la integración de los excluidos; concedió mini créditos a clientes sin recursos cuando aquí no sabíamos todavía quién era Muhammad Yunus. Pero aún así, Loza arde como una pira funeraria levantada por las comisiones parlamentarias integradas por políticos de baratillo y sin escrúpulos, que hoy tratan de responder con gestos grotescos a la venganza clamada desde abajo.
Loza se come los sapos de Serra Ramoneda. También se come los de Adolf Todó, el ex director general que llevó a CatalunyaCaixa a su desastrosa nacionalización. Ante los honorables del Parlament, Todó ha dicho esta semana que Loza es el culpable en un 95%. El balance de la entidad hace aguas en el activo de sus hipotecas. CatalunyaCaixa creó Procam, uno de los cinco mayores holdings inmobiliarios de España. Para crecer fuera de Catalunya, la caja se dedicaba a dar créditos hipotecarios que rechazaban el resto de entidades.
Loza vendía dineros como si fueran rosquillas. Contó con la certeza oportunista de Boston Consulting, una firma que apadrinaba sus excesos; aunque en 2008, la entidad ya tenía una morosidad oculta del 50%. Debió de tener un corazón diamantino. A su paso, la cultura del esfuerzo se iba por el desagüe. Quiso ofrecer de sí mismo una radical austeridad. Su perfil se agrandó sobre el fondo gris de miles de clientes adocenados en vidas desesperanzadas.
Este país se ha vuelto ingobernable. El grito sale barato. El dolor no computa; es anónimo. En los aledaños de la plaza Antonio Maura se hablan idiomas muy diversos, como turco, albanés, chino, búlgaro, romaní de los gitanos, paquistaní, inglés, francés… Es la Barcelona vieja, la ciudad mestiza que cuenta en euros y que pierde fuelle a medida en que las cajas de ahorro desaparecen. En las trastiendas marroquís no se habla de pólizas. El cambalache sustituye al dinero. El cuscús es el plato de lentejas y media pata de cordero equivale a diez noches de cama realquilada.
Todo empezó a malvenderse el día en que Loza quiso ser Midas. Ofrecía millones a cambio de sueños. Descubrió la cueva de Alí Babá, un manantial incesante que él abrazaba metido en ternos de maniquí y corbatas feas. Loza firmaba los contratos hipotecarios, hoy incobrables, como si fueran las cartas de Arlequín: “No me ocupo de puntos y comas; ponedlas donde queráis”. Santander y Sabadell han rechazado hacerse con el control de CatalunyaCaixa. Dicen que sus balances son un desquicio.
El ahorro tradicional muere igual que la España de las 17 autonomías. La Catalunya eslavófila, la del desorden romántico que hoy nos incumbe, ya no se edificará con el ahorro de muchos. Los excesos del pasado son los dolores de parto del futuro.