Josep Lluís Bonet: el silencio rentable
Callar vale su precio en oro. El aserto vale para las burbujas de Freixenet que, cada año por la vendimia, reúnen a los Ferrer sin ningún empacho sobre el clásico cañamazo aurífero de ninfa y satén. Josep Lluís Bonet Ferrer, presidente de la empresa familiar, se muestra discreto ante su tío, el presidente de honor, Josep Ferrer Sala; en el consejo de administración de Freixenet, nunca empieza una reunión si no está presente el pionero y jamás se da por cerrada una operación sin el nihil obstat del mismo veterano. Es el protocolo del cava, un estilo patrimonial que los Ferrer despliegan en su finca de Sant Sadurní d’Anoia y que después trasladan a las instituciones con una normalidad apabullante.
El silencio no desmerece; es rentable tal como acaba de verse en el consejo de administración de Fira Barcelona, donde Bonet inicia un nuevo mandato presidencial, bordado sobre la piel de sus competidores, Enrique Lacalle, Enric Crous o Luis Conde, vocales los tres en la institución ferial. Lacalle y Crous aspiran a presidir la Fira en el desenlace de sus mejores años. Conde, por su parte, anhela el cargo por su exposición al riesgo. El cazatalentos barcelonés se abre camino en el tumulto de los “últimos días” de la España de Rajoy, sosteniendo el codo de Esperanza Aguirre (fichada por Seeliger y Conde) y observando de reojo la dimisión etrusca de la ministra Ana Mato. Antes de que Bárcenas se manifestara en el epicentro de un ciclón asolador, Conde se había convertido en el eslabón de la señora Aguirre Gil de Biedma, la Esperanza eterna de la derecha española, prima hermana de aquel poeta desaparecido (Jaime Gil) que trató de vivir “sobre las ruinas de la inteligencia”. Aguirre es la esencialización de la cosa pública. Si llega a la Moncloa, encofrará las cenizas del actual PP, para reducir a Rajoy a la categoría de flaneur, paseante tranquilo sobre los riscos de Costa da Morte.
Los puentes entre Barcelona y Madrid nunca se rompen del todo. La radicalización soberanista de Artur Mas está siendo dinamitada por las grandes empresas y sus instituciones civiles. El humus de la jornada del 14 de febrero, convocada por el presidente de Foment del Treball, Joaquín Gay de Montellà, es la esperanza de las empresas catalanas sistémicas, Abertis, Agbar, Almirall, Caixabank, Sabadell y demás. Un grupo en el que tienen cabida Freixenet y su presidente, Bonet Ferrer, profesor de Derecho y españolista confeso («España y Catalunya se necesitan la una a la otra”, manifestó a Capital); es un hombre mejor dotado para la razón que para la pasión. Además de ser el sobrino de Josep Ferrer, Bonet Ferrer es el sobrino antonomástico; lidera la facción elegante del sobrinismo, una tendencia tácita, en absoluto asimilable al yernismo, que un día festoneó el Pardo del marqués de Villaverde y que hoy concentra su dolor en la Zarzuela de los ausentes, Urdangarín y Marichalar. Bonet Ferrer es el sobrino de Rameau, cargado con el sentido del deber, que bullía en el alma de su creador, Denis Diderot. Su carácter resulta mucho más afilado que el del sobrino político de la Reina (Carlos Morales imputado litigante en Puerto Calero) y menos mordaz que el del sobrino de Wittgenstein, amigo íntimo del escritor austríaco Thomas Bernhard, dotado de una personalidad dual, capaz de recitar a Dante de cabo a rabo o de ponerse de pie sobre una butaca de la Ópera de Viena para protestar ante el mismísimo Von Karajan.
Bonet no ejerce; se limita a ser. Tanto en el Consejo Regulador del Cava como en la Fira, o en los patronatos a los que pertenece. No le pillarán en un renuncio como le ha pasado al joven mensajero, Jan Gui Urdangarin, sobrino del Duque de Palma. Quienes le conocen de cerca saben que a Bonet no le tientan las venganzas íntimas, como la que condujo a Carlos Albás a denunciar por soberbia a su tío Escrivá de Balaguer, ante la Congregación romana que lo canonizó. No carga sobre su espalda el contencioso freudiano de la muerte del padre ni busca el favor del jefe, como lo hizo Luciano, el sobrino de Hamlet, príncipe de Dinamarca.
Aunque sea presidente ejecutivo, Bonet está por debajo de Josep Ferrer y de su esposa Gloria Noguer, que asombran desde la sombra. No desafía a la memoria. Acaricia al pasado como si fuera melindre. En el órgano directivo de Freixenet conviven seis primos del tronco común Ferrer. Freixenet se creó en 1914 y hoy es una multinacional con 18 bodegas repartidas en más de 20 países. Fue fundada por Francesc Sala i Farrés y por su hijo, Joan Sala i Tubella, pero para consolidarse como proyecto hubo que esperar a la tercera generación en la persona de Dolores Sala que, al casarse con Pedro Ferrer i Bosch, creó la marca Freixenet. Todo transcurrió en los viñedos de Can Sala, un estigma que primero sirvió de viático y que ahora enaltece al grupo familiar.
El cava de siempre y el Henri Abelé de Bonet Ferrer abundan en las investiduras políticas. A pesar de que un día el boicot frenó su empuje, su difusión sigue siendo habitual en Marivent, en Doñana, en la zona noble de Ferraz y en la sexta planta de Génova 13, donde Bárcenas ha consumado la estructura de una corrupción sistémica. El mascarón de proa de Freixenet sigue al frente de la Fira por simple descarte de los aspirantes. Su silencio puede. Pero, más pronto que tarde, el órgano mercantil tendrá un nuevo inquilino. Para ese cargo se postula también la figura de Carles Vilarrubí, vicepresidente de Rothschild España y presidente del broker asegurador Willis. Para entonces, el consejo de administración de Fira será un hervidero de conseguidores.