José María y el ‘Partido de la A’

El chavismo y su secuela grotesca, el madurismo, han hecho de Venezuela un paradigma de cuánto puede llegar a pervertirse una democracia, en cuanto se le ponen adjetivos: bolivariana, en este caso. En la vecina Colombia, históricamente tan bolivariana como la patria de Chavez y Maduro, encontramos una vida política igualmente agitada, aunque sustancialmente más constructiva.

Dos hombres se han sucedido desde 2002 en el bogotano Palacio de Nariño: Álvaro Uribe y su otrora ministro de defensa, el actual mandatario, Juan Manuel Santos. Ambos han sido determinantes en propiciar el cercano final, salvo descarrilamiento in extremis, a medio siglo de guerra civil soterrada, y en colocar a su país entre las economías emergentes más punteras. Y ambos crearon el Partido de la U, que más que «unidad» evocaba a Uribe, su fundador.

Sin embargo, lo que en otros tiempos fue un tándem destinado a dar continuidad al uribismo,se ha convertido en un duelo edípico en el que Uribe –una figura severa y expeditiva— encabeza  hoy una nueva formación y es el principal rival de Santos.

La política de Colombia y la de España tienen pocas similitudes. No obstante, cada vez que José María Aznar amonesta al Partido Popular y a Mariano Rajoy, me parece estar oyendo a Álvaro Uribe cargando contra quien fuera su pupilo. El mensaje subyacente de ambos es el mismo: alarma ante la rendición del país.

Uribe (1,67m) encarna el arquetipo de político de baja estatura. Son personas curtidas por el esfuerzo añadido. Astutas y perseverantes y, a medida que logran sus metas, se retroalimentan con su propio éxito. Tienen firmes convicciones y una sólida autoconfianza. Tanta que, con frecuencia pasan de creerse útiles a necesarias. Y de ahí a declararse imprescindibles sólo hay un paso.  

José María Aznar (1,71m) exhibe alguno de esos rasgos. Después de una década retirado de la política activa y dedicado a hacer caja, el ex presidente manifiesta con creciente regularidad su frustración con su partido, su gobierno y la suerte que pronostica para su país.

Para él, la historia no es un continuo, sino una sucesión de hitos: unos los reivindica; los demás los ignora. Decisiones pasadas en las que tuvo participación, directa o indirectamente, no generan consecuencias sobre las que deba ahora asumir responsabilidad alguna. La corrupción que infecta a cada estrato del PP desde sus años de presidencia es, gracias a esta memoria selectiva, algo que no le compete. No está en su agenda.   

Porque Aznar tiene una agenda y se ciñe a ella. El terrorismo sería su leitmotiv natural –es algo personal en su caso—, pero ya no le sirve desde que ETA ha dejado de ser, felizmente, noticia diaria. Por defecto, la amenaza a la unidad de España –léase Cataluña— se ha convertido en piedra angular de su teoría del todo.

Es una cosmogonía sencilla. Fácilmente entendible para un segmento de la sociedad que ansía orden y previsibilidad. Pero, despojada del vocabulario neocon y el camuflaje atlantista, delata la inseguridad de chico de provincias que aún abriga este inspector de Hacienda. Una visión que confunde razón con fuerza y progreso con preservación del statu quo.

Aznar es un destilado perfecto del conservadurismo sociológico español mucho más potente que el político. Refleja no sólo el temor a perder unas elecciones sino una turbación más atávica y profunda: el miedo a perderlo todo.

Hasta ahora, sus disparos contra la actual dirigencia popular, habían sido meras salvas de advertencia. Pero los últimos ataques evidencian un cambio de puntería y calibre: son fuego directo sobre el puente de mando del partido del que –todavía— es presidente de honor.

Cuando recuerda que el PP ha perdido las últimas cinco elecciones e insiste en que los independentismos amenazan con romper España, no solo emite una opinión. Denuncia la incapacidad de Mariano Rajoy para corregir lo primero y plantar cara a lo segundo. En el severo ideario aznariano, la incompetencia y sus parientes cercanas, la negligencia y la inacción, son tachas graves.

El reconocimiento a Ciudadanos («es hoy quien mejor defiende el constitucionalismo en España») ha hecho particularmente dañino su último arrebato. En boca de cualquier otro, tales palabras se interpretarían como la explicatio non petita de un tránsfuga en ciernes. Si damos por improbable tal hipótesis, ¿qué quiso decir el ideólogo oficial de la derecha española? ¿Qué tiene que hacer el PP para recuperar ese papel? ¿Quién debe hacerlo?

José María Aznar debería contestar a estos interrogantes si pretende seguir interpretando el papel de guardián de las esencias de la derecha española. Pero lo probable es que repita su modus operandi habitual: provocar, agitar y luego, volver a la discreción de sus labores privadas.

Continuar la polémica en vísperas de elecciones generales terminaría de sublevar en su contra a quienes en el PP han escalado puestos tras su retirada. Por no hablar del daño que más fuego amigo produciría sobre las expectativas electorales populares. Además, si el PP acaba desalojado del poder, se le podría acusar de ser corresponsable del desastre.

Los resultados del 20D y la cuestión crucial – ¿Retendrá el Partido Popular el Gobierno? — determinará por tanto la estrategia futura de Aznar. Sean cuales sean su planes, la mal disimulada irritación interna del aparato popular –un sordo «por qué no te callas»— cuestionan tanto la oportunidad de las ‘reflexiones’ de Aznar como su lealtad.

Los populares que más intentan poner distancia respecto a La Moncloa y la calle Génova –Cristina Cifuentes, Borja Samper, Arantxa Quiroga o incluso Núñez Feijoo—comienzan a sacudirse tímidamente la memoria selectiva y a reconocer pasados errores, como parte de su discurso.

Aznar fue, a fin de cuentas, el principal arquitecto de un PP presidencialista, al servicio del gobierno, un modelo que con María Dolores de Cospedal ha alcanzado su máxima inoperancia. Y fue su dedo el que con un «Mariano, te ha tocado» ungió a Rajoy como su sucesor (aunque luego admitiera, para más escarnio, que su preferido era Rodrigo Rato).

Durante su turno al timón, la corrupción en el PP mutó de orgánica a sistémica, permitiendo lo que hoy conocemos como los casos Gürtel o Bárcenas. Y tras una crisis que ha hecho estragos en millones de familias, la exaltada gestión económica de Aznar-Rato se ve también como el periodo en el que se levantaron los polvos, que acabaron en los lodos de los recortes y el paro.

Solo el propio José María Aznar decidirá si quiere imitar a Álvaro Uribe y fundar un Partido de la A. Lo que es seguro es que, si se le manifiesta el impulso de la imprescindibilidad, los suyos y toda la derecha española le exigirán mucho más que un diagnóstico inclemente o una regañina severa para aclamarle como salvador de su partido o de España.

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