José Antonio Castro: el hotelero que quiso ser Gaspart
El secreto de un gran hotel flota dulcemente como una medusa gigante sobre el agua. La fragilidad del viajero se desvanece, por ejemplo, en el lobby de Casa Fuster, el último Ritz; y, sin embargo, no desaparece del todo en los altos del Hesperia Tower, cuyos vértigos rivalizan a lo lejos con las moles de Diagonal Mar.
La sede de la cadena hotelera de José Antonio Castro Sousa desazona al más pintado al advertir que en el ascensor del hotel le aguarda una subida vertical sobre el vacío de Gran Vía separado del abismo por un simple cristal.
El Hesperia, donde el cielo se avista a ras de suelo, es el estandarte de un hotelero gallego que ha querido heredar el liderazgo marchito de Joan Gaspart (Husa), nieto de, hijo de, y todavía patrón de emblemas venidos a menos, como el Plaza o el eterno Princesa Sofía, un cuadrilátero que enamoró a su financiador original, Emilio Botín-Sanz de Sautuola, el abuelo paterno de Ana Patricia.
Hesperia quiso ser Husa. Castro ocupó una vocalía en la Cámara de Comercio de Barcelona, una corporación históricamente dominada por Gaspart. Se sentó en la Junta directiva del Barça, en la silla calentada por Gaspart a lo largo de décadas. Desplegó sus alas en Fomento del Trabajo Nacional, la gran patronal catalana. Fue vicepresidente de Bankpyme y se desdobló en el riesgo de la inversión a través de sociedades como Mersis Sicav S.A.
En suma, quiso ser uno de los emblemas de la Barcelona postolímpica, del mismo modo que Gaspart lo había sido de la preolímpica. Quiso, pero se quedó en casi.
Desinvertir para gestionar mejor. La receta seguida por el ufano Gremio de Hoteleros -el refugio de Jordi Clos, dueño del Claris, explorador africanista y egiptólogo- no ha sido imitada por Castro. Y ahí le duele.
Aspiró a ser más que los complacidos hoteleros autóctonos. Se lanzó sobre la cadena NH, aquel rescoldo de Antonio Catalán, dueño de AC; pero se encontró con las argucias financieras de Cortina y Alcocer, los primos de España, hasta que perdió uno de sus mejores activos, Sotogrande, la joya gaditana. Mordió el anzuelo .
Y ahora, acuciado por las deudas, cede 30 millones de acciones de NH al Banco Santander (el 8,56% del capital), a cambio de desatascar la refinanciación de su deuda, un total de 477 millones de euros. Castro desiste de controlar NH; se queda con el 9% del capital (llegó a tener el 25%) y espera vender activos para enderezar su rumbo.
El pasivo se come a la Hesperia de Castro. El apalancamiento ha sido un exceso mal calculado para los integrantes del grupo de empresarios gallegos afincados en Catalunya, una tribu en la que Castro comparte anhelos con Julio Fernández (la productora Filmax Entertainment) y Amancio López, patrón de Hotusa, la cadena del Marina Port Vell, situado junto al World Trade Centre, frente a la solidez fósil de un mar manchado de aceite.
El lobby gallego quiso medirse; pero no supo escoger sparring y se quedó a medio camino, entre la casa regional, el glamour del celuloide y la suite.
Nació en Venezuela en los años de la inmigración próspera protagonizada por gallegos. Recientemente, aquejado de morriña, ha vuelto su mirada al puerto de Vigo; concretamente al Barrio do Cura, donde se avistan las Islas Cies, aureoladas de gaviotas en medio de un vaivén de cayos y remolinos atlánticos.
Emprendedor de segunda generación, Castro Sousa se pasea a menudo por O Berbés, camino del mirador de Palacio, para comprobar si su inversión cuaja. En el apéndice de la fiebre del oro, se hizo con el control de unos solares impactantes que pertenecieron a los futbolistas Valery Karpin y Michel Salgado. Bagatelas: 20.000 metros de suelo edificable en primera línea, con capacidad para 400 viviendas y un valor aproximado de 300 millones.
La batalla por el control de NH le costó la enemistad de dos de sus socios (los Sagué y los Olivella). Presentó una OPA hostil en tiempo de bonanza e incrementó su pasivo a pocos metros del precipicio. Castro Sousa compraba cuando los dioses (Lehman Brothers, Bear Stearns y compañía) huían despavoridos. No supo sujetar su ambición. Quiso ver el ocre que sobrevuela Barcelona desde su torre de Gran Vía Sur, cuando Gaspart contemplaba la cuadrícula color carne desde el último piso del Juan Carlos I.
Pero con una diferencia: Gaspart no es el dueño de la piedra, solo gestiona y abandera, ya que el Juan Carlos I pertenece al príncipe Turki, un saudí de linaje petrolero y mirada lánguida. Castro, por su parte, es el dueño del Hesperia Tower, el rectángulo de hierro, levantado por el arquitecto Richard Rogers sobre enormes arcadas de piedra y coronado por la cúpula acristalada de un restaurante panorámico, bajo la franquicia del malogrado Santi Santamaría, el gran maître de la seta.
El Hesperia nació para modificar el skyline de Barcelona. Pero su silueta, muy en línea con el Vela o el Arts, no acaba de instalarse en la hegemonía estética de la ciudad compacta. A la vista de sus hoteles-building, colosos de metacrilato, se diría que Barcelona está lejos del buen gusto impregnado por los discípulos de Mies van der Rohe o Le Corbusier. Sea como sea, la época de los artefactos rompedores, con la Torre Agbar en cabeza, ya es historia.
A una fase intensiva en capital le ha sucedido la depresión pertinaz; hemos constatado que las economías se apalancan a gran velocidad y se desapalancan a paso de tortuga. Castro sabe que la prisa por desinvertir es mala consejera.
Cuando las cadenas internacionales (Carlton, Mandarín, Hilton, etc.) rompieron el cártel catalán, Gaspart perdió la titularidad del Ritz y vendió su sede, el palacete Abadal, joya del noucentisme. Desde entonces, la medusa gigante solo habla en inglés. Y de momento, Castro, el hotelero que quiso ser Gaspart, ostenta la propiedad del Hesperia a costa de menguar el valor de su balance.