Jordi Pujol: el último cacique
Todo le apunta menos lo que confesó: la herencia paterna. Jordi Pujol fue un político acompañado de Carles Sumarroca, Ramon Bagó, Espar Ticó, Subirà, Alavedra, Prenafeta, Hortalà, Suqué, Culell y algunos más, todos ellos empresarios, notables de la vieja política o conseguidores, implicados en el llamado sector negocios de Convergència.
A este núcleo se han incorporado sus hijos: Oriol, acusado de cohecho; Oleguer, transportador de valijas o Jordi (JPF), tronitonante, piloto de carreras, dinamizador de negocios («comprar, vendre i no produir«) y cabeza de puente de la familia en el frente del dinero caliente o «fica-m’ho aquí, que no tinc butxaques (pónmelo aquí, que no me quedan bolsillos)».
El sector negocios vive muellemente. Y ahí le duele, porque ganar dinero en España es pecado desde el Concilio de Trento; en cambio, lo heredado es bueno, salvo si se olvida a un familiar, como le ha pasado a la hermana del ex president. Algunas herencias esconden pecados originales; pero a pesar de todo, «yo nací rico» suena mejor que «yo soy rico». Pujol posee una gran fortuna y no precisamente por la herencia de Florenci, el cambista de la plaza de Tánger.
Un día, cazado por la lista Falciani, tuvo que revelar sus cuentas suizas. Los documentos del antiguo empleado informático del banco desvelaron (secreto a voces) al fiscalista Sánchez Carreté, economista de cabecera de los Pujol, titular cifrado de la cuenta Pancho en HSCB y responsable en la sombra de la maniobra que llevó al ex president a anunciar que había ocultado una supuesta herencia millonaria en Andorra. A Montoro le pareció un buen arreglo; pero, cuando Pujol abrió la boca, al ex president le cayó la del pulpo. Ahora le cuelgan una nube de acusaciones: cohecho, desfalco, blanqueo, opacidad fiscal, una ristra de delitos altisonantes que, en otro momento, hubieran sembrado el pánico.
Él mantiene la calma. No hay nada escrito. Las presuntas comisiones se pasan de tapadillo a un tercero, como en el juego de dados del mentiroso. Envuelto en brumas y sospechas, acudió a una Comisión del Parlament. Iba sobrado: «¿Tienen pruebas?» Pero no se dio cuenta de que esta pregunta, la misma que le hacían al detective Hércules Poirot, es autoinculpatoria. Parece que el abogado de Pujol, Cristóbal Martell, se ha olvidado de las historias de Agatha Christie, donde la prueba solo funciona como recurso, sobre el clásico fondo de tresillo isabelino y jarrón veneciano.
El cacique resulta culpable o inocente en función de la atmósfera judicial y política de su tiempo
Ya se sabe que el presunto culpable se convierte en inocente cuando no hay evidencias de su delito. Pero, en su segunda comparecencia en el Parlament, Jordi Pujol se embarró sin darse cuenta en este pantano: «Tot és un diuen, diuen, diuen». Su hijo, JPF, le siguió en una sesión de blanqueo de negocios privados, superando las zonas de peligro a través de la confusión y desplegando lo que los americanos llaman el modelo filibustero ante las comisiones del Senado.
En la tarde noche de su comparecencia, JPF se balanceó, inquirió, aportó la cinta de La Camarga y se sintió tan cómodo que metió la gamba, –«mi amigo, Artur Mas»–, hasta ofrecer el presagio narrativo, que acabará abriendo la pista de su perdición. Alguien debería haberle explicado a este chico que, en la cultura del delito, los excesos verbales se pagan.
Las pruebas que condenaron, por ejemplo, a piratas como Julio Muñoz Ramonet y Javier de la Rosa son del mismo tenor que las que, unos años antes, habían perdonado a Mariano Calviño. El cacique resulta culpable o inocente en función de la atmósfera judicial y política de su tiempo. Combina dos barajas, la pública y la privada, para amasar dinero. Y Pujol lo ha hecho presuntamente así, para después enrocarse en su núcleo consanguíneo, dándole el mando a su primogénito, un globetrotter de la fortuna familiar. El ex president pertenece a la estirpe de políticos que necesitan tener el riñón cubierto para cuando «las cosas vayan mal» (palabras de Marta Ferrusola); un estilo muy patio trasero, típico de los tiranos que tienen el pijama y una muda a punto para saltar a Panamá al más mínimo rumor de sables.
El anhelo nunca confesado de Pujol ha sido siempre parecerse a Francesc Cambó, abogado, político, empresario, financiero y dos veces ministro de la monarquía en la Restauración. Cambó tuvo en su tiempo una concepción elitista de la política y fue incapaz de adaptarse a la irrupción de las masas en el escenario europeo. Pujol es más duro. Soportó a la Brigada Político Social y un consejo de guerra. Nunca ha podido con el colaboracionismo histórico del líder de la Lliga Regionalista –Gobierno de Burgos, financiación de la Guerra al general– pero le admira; siempre quiso ser Cambó sin advertir que la mezcla política-patrimonio es un rescoldo del pasado.
Pujol se resiste a un final doloroso tras décadas tejiendo las redes del clientelismo nacionalista
Pujol es un hombre de Estado con un as en la manga: «Seré independentista el día que nos lo permita EEUU», le dijo a Xabier Arzallus, cuando empezaba la Transición. Desde entonces ha llovido mucho. Y su teoría de la gobernabilidad le ha permitido jugar a dos barajas, PP y PSOE, quizá porque, como dice un aforismo griego, «un solo plato no basta para dar de comer a dos ladrones».
Pujol es un funambulista en el hilo que separa la justicia de la política. En su momento, colocó al magistrado corrupto Pascual Estevill en el CGPJ para apuntar al Felipe González acorralado por el GAL en la etapa en la que el consejo nombraba a los miembros del Supremo que tenían que juzgar al ex presidente de España. Años antes, se había salido sabiamente del caso Banca Catalana; aunque, según parece, los fiscales de entonces tienen todavía alguna bala en la recámara.
Experto en interpretar las embestidas judiciales como ataques a Cataluña, Pujol se mantiene en vela como aquel cabildo de Los gozos y las sombras que de noche deambulaba por el pazo para entender los sueños de sus jornaleros. Acorralado como Clemenceau después del armisticio, Pujol se resiste a un final doloroso tras décadas tejiendo las redes del clientelismo nacionalista. El último cacique no le teme a la vergüenza, pero le incomoda el vacío que se cierne a su alrededor.