Joaquín Folch-Rusiñol: viaje sin retorno al paraíso helvético

Las posiciones de los empresarios sobre el Derecho a Decidir abren melones sucesorios y ponen contra las cuerdas a terceras y cuartas generaciones. José Manuel Lara (presidente de Planeta) dijo “no”; Josep Lluís Bonet (Freixenet), bajo el síndrome del miedo, reforzó la España del “somos uno”. Otros, con Salvador Alemany (Abertis) a la cabeza, representan el “sí” a la secesión. Estos tres arquetipos se reúnen en uno: participación y debate frente a la crisis territorial. Pero existe una cuarta posición que consiste en la distancia, en la obsesión de poner tierra de por medio, y en ella revela la figura de Joaquín Folch-Rusiñol Corachán, patrón de Industrias Titán, hijo del empresario y coleccionista Albert Folch-Rusiñol y nieto de Joaquim Folch i Girona, el conocido geólogo e impulsor de Minas del Priorato. Ítem más: Joaquín es sobrino-nieto de Santiago Rusiñol, pintor, artista polifacético, escritor, precursor del modernismo y hacedor del Cau Ferrat.

 
La cabecera de Industrias Titán es hoy un trono vacío. Folch-Rusiñol no está ni se le espera

Al decir de las apariencias, el destino de Industrias Titán se gestó en un cuenco de malaquita. Pero las apariencias engañan porque, aunque la memoria sigue estando concernida, el futuro se volatiliza por momentos, hasta el punto de que la cabecera de la conocida empresa de tintes es hoy un trono vacío. Folch-Rusiñol no está ni se le espera. No se deja ver ni en las reuniones de Foment del Treball, la gran patronal catalana a cuya Junta directiva se ha mantenido vinculado gracias a su amistad con Juan Rosell, actual presidente de CEOE. El dueño absoluto de Industrias Titán ha fijado su residencia en Suiza, el país nostálgico que embelesó a Juan Antonio Samarach, a orillas del lago Leman, y que acogió a catalanes frondosos, como el desaparecido algodonero Manuel Ortínez o Julio Muñoz Ramonet, un edecán del Antiguo Régimen agostado en Saint Gallen y perseguido por la Interpol hasta el mismo día de su deceso.

La Suiza catalana sigue llamando la atención de las fortunas. Nunca se sabe quién delatará a quién; ni a cambio de qué. Pero el panal que atrajo a los Carulla, al abogado Cuatrecasas, a los Carceller y a tantos otros, mantiene atado a Folch-Rusiñol. El paraíso helvético sigue siendo una Arcadia feliz donde los tipos impositivos rozan el cero. Aunque el problema de viajar al paraíso es que su camino, a veces, no tiene retorno.

Joaquín Folch-Rusiñol representa la tercera generación de una estirpe industrial de triple raíz: los Folch, los Rusiñol y los Girona, descendientes estos últimos de Manuel Girona Agrafel, fundador del Banc de Barcelona, de la Cámara de Comercio, alcalde de la ciudad y mecenas que restauró la fachada gótica de la catedral. Cuando te llamas Folch-Rusiñol, ser emprendedor va de soi. Joaquín es un hombre de mohín afable y pocas palabras; sus empleados le temen por su exquisita seriedad. Dicen que, cuando se deja ver, la gente inclina la cerviz. Detrás de él, amanece la cuarta generación, representada por su hijo Joaquín Folch-Rusiñol Faixat, adjunto a la dirección en Titan y presidente de Corver, una de las filiales más queridas del grupo.

Con Titan en horas bajas, los Folch-Rusiñol desparraman sus recuerdos en la confluencia de la Avenida Pearson con la calle Panamá. Es el Pedralbes añejo de sus vecinos, los Echevarría, Vergès, Godia o Daurella, que circunvalan el Conventet y la escalinata verde del colegio Betania Patmos. Allí, los dueños de Titan conservan la Fundación Folch, una portentosa colección de 4.000 piezas de arte étnico, que van desde esculturas orientales y fetiches hasta canoas, bumeranes, lanzas o escudos. Un logro del remotismo, una inclinación estética que compartieron Albert Folch-Rusiñol y su mujer, Margarita Corachán, hija de republicanos exiliados en Venezuela. Con el tiempo se les unió Eudald Serra, impulsor del Museo Etnográfico de Barcelona y entusiasta de puntos intrincados –como Borneo, Nueva Guinea, Papúa, Ladakh, Alto Volta o Sikkim– de donde proceden algunas de las piezas atesoradas en la Fundación.

Hace algunos años, la Fundación Folch sufrió el misterioso robo de 35 valiosas tallas de madera de la etnia fang. Los ladrones actuaron sin causar destrozos y con una idea exacta de su objetivo. Abrieron las vitrinas y seleccionaron las tallas africanas más valiosas dejando intactas piezas de otras civilizaciones, como las estatuillas tibetanas doradas, que dan lustre a esta colección privada. La pulcritud del robo llamó la atención. Fue interpretada por algunos como una restitución animista, obra de chamanes o sacerdotes tribales que devolvían las piezas a su lugar de origen.

Pedralbes no es solo un territorio exclusivo. Mantiene vivo el misterio, como se vio en un personaje de Mendoza (Pajarito de Soto), en otro anterior de Marsé (Pijoaparte) o en la cinta de Gonzalo Herralde (El asesino de Pedralbes). Su pasaje fatal tuvo lugar precisamente en el jardín de los Folch-Rusiñol hace muchos años, con la muerte de Jorge Folch, hermano del empresario y coleccionista; pero, sobre todo, poeta de la llamada Escuela de Barcelona, integrante del grupo de Costafreda, Barral, Alberto Oliart, Gil de Biedma o Jaume Ferrán. Glosado como alquimista, mitómano y amante del subsuelo en Años de Penitencia (memorias de Carlos Barral), Jorge Folch encontró su fin ahogado en una cisterna situada en el jardín con balconada sobre la calle Panamá; un epílogo envidiable, “muerto como el mismísimo Shelley”, escribió José Agustín Goytisolo.

En un momento empresarial de horas bajas, Joaquín Folch-Rusiñol Corachan se refugia en sus propias colecciones, pero lejos del primitivismo que atrajo a su padre. Joaquín colecciona coches. Tiene las mejores versiones del Pegado deportivo de los años cincuenta diseñado por Wifredo Ricard en la antigua fábrica de Sant Andreu. Su pasión real es marinera. En su afán de coleccionista ha demostrado ser la cara prosaica de la familia, el reverso de su padre, el mecenas, Albert Folch-Rusiñol.