Jihad contra todo y todos

Canadá no es un país neutral pero es el más neutral de los no neutrales, por decirlo así. Sus contingentes participan activamente en las operaciones de los cascos azules de la ONU. Es un país sin altibajos, invasiones o revoluciones. Internamente el conflicto más sobresaliente fue el soberanismo del Quebec, actualmente en regresión clara.

Ahora, los dos atentados sangrientos por parte de canadienses conversos al Islam pondrá en escena el reequilibrio entre libertad y seguridad, en una nación de constitucionalismo ejemplar, una política inmigratoria razonable y un multiculturalismo metódico que posiblemente también va a ser cuestionado.

¿Quién puede considerar que Canadá es su enemigo a muerte? Pues el jihadismo, haya o no haya conexión entre el terrorista que causó la muerte de un cabo de 24 años y las redes islamistas o más aún los tentáculos del nuevo califato. Según distintos medios de comunicación, llega casi al centenar la cifra de ciudadanos canadienses que han ido o regresado para estar en los combates fanáticos del EI.

Canadá participó en la intervención militar en Afganistán y ahora está en la coalición internacional que actúa en la prevención militar del Estado Islámico de Irak, pero considerar que eso es la causa del atentado sería como caer en el error de suponer que el atentado de Atocha fue un efecto de la participación de España en la coalición contra el régimen de Saddam Hussein.

Otro aspecto trágico es que incluso en el estable Canadá la libertad puede ser frágil. The Daily Telegraph argumenta que si hubo alguien que pensaba que solo las sociedades inestables y fracturadas son el objetivo del terrorismo, Canadá es el caso flagrante de que eso nunca ha sido así.

 
¿Qué hace un joven de Ottawa asesinando a un soldado de su propio país?

El autor del atentado, converso más o menos reciente al Islam, tiene ficha policial por drogas y violación de la libertad condicional. Su conexión con el jihadismo transcurre vía Internet, de portal en portal, dejando un rastro digital en los puntos más fanáticos de la jihad que pretende suceder gloriosamente a Al-Qaeda. Recientemente, el EI se ha jactado de lapidar mujeres sirias supuestamente –o no– adúlteras. También a hombres. Entonces se filma un vídeo y lo celebran las masas jihadistas y los lobos solitarios del islamismo en el occidente plural y abierto.

El escritor canadiense Andrew Cohen ha declarado a la CNN que sus conciudadanos han aprendido ahora la terrible realidad del siglo XXI, ajena a todo sentimiento. Habrá un antes y un después en un Canadá con 147 años de democracia, sin conquistas ni colonias, tan solo la participación en operaciones internacionales para el mantenimiento de la paz.

Más allá del dolor de esta discreta nación de 35 millones de habitantes, la pregunta es cómo puede el jihadismo influir en la mente de jóvenes que, por desarraigados que se sientan, viven en una sociedad diligente, tolerante, educación eficiente, bien administrada, libre, con calidad de vida y un Estado de bienestar sólido. Sabíamos que el jihadismo se nutría de militantes dispuestos a todo en Gran Bretaña, Francia o el levante español.

Pero, por tantas razones, Canadá parecía inasequible a toda tragedia, por ser una sociedad adiestrada en el consenso. ¿Qué hace un joven de Ottawa asesinando a un soldado de su propio país? ¿Cómo es posible que su amenaza armada obligue a los legisladores del Canadá a parapetarse en una de las salas de comisión parlamentaria? Andrew Cohen dice que su país acaba de perder buena parte de su autocomplacencia. En todo caso, incluso la autocomplacencia es un derecho inalienable de todos.