Jaque a las primarias

Si los partidos españoles, especialmente los situados en el ámbito de la izquierda que han sido sus impulsores, fueran capaces de reflexionar mínimamente y extraer las oportunas conclusiones sobre el impacto que sus diferentes propuestas tienen en la vida real, encerrarían con urgencia las primarias en un cajón bajo siete llaves y esperarían tiempos más tranquilos para elaborar alternativas a su decadencia intelectual.

¿Cómo calificar lo ocurrido en el Partido Socialista de Madrid o en Izquierda Unida si no como la constatación del rotundo fracaso que son las primarias para tener un supuesto sistema más democratizador de elección de candidatos a las más altas responsabilidades del Gobierno o de las propias formaciones políticas?

Tomás Gómez, vencedor de la primarias para designar al candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid –vencedor por ausencia de rivales, también es cierto– ha tenido que ser depuesto porque en la dirección del PSOE estaban convencidos de que iban directos a una humillante derrota. Ni primarias ni leches. Se le destituye y se convoca a los militantes, que antes habían sido citados a primarias, a que elijan en las asambleas de sus organizaciones un nuevo candidato, que es, lógicamente, el que quería la dirección. ¡Vaya pirueta!

De lo ocurrido con Tania Sánchez en Izquierda Unida ya han corrido demasiados ríos de tinta, pero su defenestración es también simple y llanamente el fracaso de un método de elección de candidatos cuya compatibilidad con el funcionamiento ordinario de los partidos es más que dudosa.

Y es que, aunque la voluntad de los socialistas en 1997 cuando deciden recuperar las primarias para elegir a sus candidatos tiene un objetivo renovador y de dar más poder a los militantes y simpatizantes frente a los aparatos, las consecuencias de este sistema sobre los partidos pueden tener unos efectos demoledores que nadie había previsto, como por otra parte no sorprende ante la frivolidad con que se adoptan decisiones en la mayoría de nuestras formaciones políticas.

En un sistema como el que tenemos en España, las primarias suelen debilitar seriamente la estructura organizativa del partido que las lleva a cabo. El vencedor de unas primarias, si además no es el que cuenta con más apoyos de los dirigentes de esa formación, tiene todo el derecho a reclamar el poder que le han otorgado directamente los militantes y simpatizantes.

Se produce, entonces, una contradicción entre dos legitimidades: la del líder aupado por votación directa de los afiliados y la de los órganos dirigentes que han sido elegidos mediante las fórmulas que rigen los estatutos del partido y dirigen sus juntas directivas, comités ejecutivos…  Quién se somete a quién a partir de la noche electoral en este caso, depende más de actitudes personales que de la normativa interna y seguramente será fuente de conflicto.

Las primarias contienen además otras posibles imperfecciones que sus defensores pasan habitualmente por alto, más apremiados por conseguir minutos en los medios que por reparar las causas que dañan su crédito.

En unas primarias, el voto de un militante pasivo, ocasional, vale lo mismo que el de un cuadro que participe en los debates del partido, que sea activo en la vida de sus asociaciones, el del que tiene una mera adscripción emocional con alguno de los candidatos, en ocasiones fruto del perfil televisivo o de otro tipo similar, que el que defiende una determinada preferencia tras una meditada reflexión. Vale lo mismo el voto del que se registra pagando un euro, como ocurrió en las primarias para elegir el candidato socialista a la alcaldía de Barcelona, que el del histórico y activo militante.

Hay en las primarias el peligro de lo que Fernando Vallespín llama la tertulianización de la política, el éxito de la teatrocracia, que no gane el que haga unas propuestas más políticas, coherentes, brillantes… sino el que sea capaz de tener más éxito en un programa de televisión o aquel al que, por razones equis, los medios de comunicación más influyentes decidan dar su apoyo y no aquél que tenga mejores ideas sobre la política de futuro del partido al que pertenece.

La obsesión por las primarias que de un tiempo a esta parte parece haber invadido a la izquierda, y no sólo, hay que entenderla en la perspectiva del desprestigio que la democracia representativa y sus instituciones padecen en este país y cómo se la pretende sustituir superficialmente por supuestas fórmulas alternativas de democracia «participativa».

Craso error. Como dice Andrea Greppi, «en estos tiempos de extraordinaria complejidad social, la democracia no puede ser más que democracia representativa», y si nuestra democracia se está debilitando, que lo está, «no es por ser demasiado representativa, sino por serlo demasiado poco».

Citando de nuevo al mismo autor, hoy más que nunca se requieren estructuras políticas altamente institucionalizadas, que elaboren las razones de todos, seleccionen la ingente información, filtren los prejuicios… lo que no evita, claro, que en algunos momentos se produzca una asimetría entre la voluntad de los ciudadanos implicados y la de las instituciones que se han dotado para hacer política. Pero la solución no es copiar experiencias ajenas, como las primarias americanas.

Si para muestra vale un botón que derribe el mito de que la voluntad popular se expresa mejor a través de estructuras de democracia participativa pura y dura, veamos el caso de Podemos. Esta formación, abanderada como ninguna otra de los modos asamblearios como máximo organismo de decisión política, de los círculos, ha terminado recientemente el proceso de elección de sus dirigentes regionales. Pues bien, la participación ha variado desde el 59% en La Rioja hasta el 16% en Cataluña, unas cifras por debajo de la participación habitual en las elecciones generales. ¡Sin palabras!