Igualmente
Todos somos iguales, sí; y libres, también; pero esa igualdad, en términos exclusivamente educativos no nos da derecho a aprobar, a una beca o a un trabajo
No cabe duda de que en nuestro tiempo los jóvenes tenemos más oportunidades, mejores, y más variadas que nunca. Hoy, un joven puede fácilmente obtener una titulación de enseñanza primaria, secundaria y terciaria si en ello pone su tiempo e intenciones.No cabe duda tampoco de que esto es una gran noticia y un buen indicio, en todo caso, de sociedad suficientemente desarrollada y capaz para ofrecer a sus sucesores un inmenso abanico de posibilidades.
Sin embargo, ¿de qué tipo de posibilidades hablamos? ¿Son esas posibilidades transformadas en oportunidades? ¿Por qué tenemos un paro juvenil tan escalofriante si aquí todo el mundo está súper bien formado? ¿Por qué en España ya no se inventan cosas? ¿Por qué no contamos con los reputados académicos de antaño? ¿Por qué nuestros títulos; en especial universitarios; sufren de una, cada vez más contagiosa, falta
de credibilidad y reconocimiento tanto de puertas para adentro como para afuera?
Entonces algunos dirán: sí, sí que tenemos grandes universidades, alumnos y académicos de prestigio internacional pero es que se van fuera, claro. ¡Ah bueno! Puede ser pero, considerando que efectivamente estos alumnos y grandes pensadores de la actualidad tienen o tuvieron algún prestigio a relucir ¿por qué se van?
¿Por qué en España se gradúan más personas proporcionalmente que en el resto del mundo occidental, pero eso no se traduce en una mayor y mejor cantidad de inventores, descubridores, investigadores, intelectuales y pensadores de toda índole?
La respuesta acostumbrada es: porque no se invierte en investigación o en educación, porque no hay ayudas, porque todo es culpa de ellos. Costumbre tan típica como errónea, aunque sí cabría decir que, no es tanto un problema de fondos sino de facilidades a la investigación y la educación. Aún de esa manera, debe reconocerse que los grandes países investigadores, que suelen además contar con las más reputadas universidades del lado de su frontera, se nutren de una abrumadora mayoría de fondos de iniciativa privada; dejando de lado a la excepción estatal-adulterada de China, por
supuesto.
Así pues, no es osado decir que en España pasa algo concreto y diferenciador que nos deja fuera de juego en la escena mundial de la relevancia académica, estudiantil y profesional en suma. Si antes en España se investigaba menos, se estudiaba menos y se graduaban menos
pero se inventaba más, se descubría más y se daban más y mejores pensadores, filósofos, profesores y profesionales ¿es entonces preciso decir que a mayor cantidad peor calidad? No. Rotundamente.
No se ha de culpar al estudiante de cualquier disciplina o a la cantidad de estudiantes del mal devenir de la educación en su país porque, como es lógico, el estudiante debe dedicarse y se dedica (o debería) a estudiar y no a legislar, ni decidir sobre la educación que cursará más allá de la modalidad que viene a escoger después de completar los estudios secundarios. Esa tarea corresponde a los legisladores y a los rectores de centros educativos y de investigación, no así tampoco del sector educativo propiamente, pues profesores y alumnos rara vez son atendidos fuera del ámbito electoral, pero sí podría apuntarse a la educación como tarea pendiente a resolver y centro de operaciones a remodelar.
No alcanzaría un artículo a descifrar y describir todas y cada una de las áreas que se ven afectadas y mucho menos a ofrecer una solución a todas ellas, pero sí habría de destacarse un patrón común que se da desde el 1º de infantil hasta el 6º del doctorado. La igualdad. Un ingrediente común y omnipresente, una virtud a simple vista positiva y deseable; todos somos libres e iguales y de ese modo, la igualdad, no es más que lo igual en acción ¿no?
Ahora bien, todos somos iguales, sí; y libres, también; pero esa igualdad, en términos exclusivamente educativos no nos da derecho a aprobar, derecho a una beca, derecho a un trabajo o derecho a pasar de curso. Aprueba el que con sus capacidades se esfuerza y así lo demuestra, consigue la beca aquél que cumple unos requisitos no reservados a cualquiera (al menos en la teoría), consigue trabajo el que estuvo ávido y astuto al terminar sus estudios y demostró valerse el puesto, y pasa de curso el que no suspende más de lo estipulado y tiene voluntad de aprender. Es alarmante que muchas de estas afirmaciones que he venido a nombrar le sean malsonantes a muchos hoy en día.
Lo que es verdaderamente malsonante y aún más alarmante es que se haya renunciado desde hace tiempo a un mínimo de excelencia académica en todo el espectro educativo, de dar lo mejor para cada tipo de alumno para que éste sea recíproco pues, no se confundan, la excelencia es poder llevar a cada uno a la mejor versión sí; darle lo que merece y ofrecerle los medios que precisa. Por el contrario, se ha buscado la igualdad de una forma salvaje y absoluta que iguala y, muy a mi pesar, iguala por abajo. Ésta somete a unos a un ritmo inferior del que podrían alcanzar, a otros a uno que los sobrepasa y empuja al rechazo total y, a la gran mayoría restante, la entretiene lo suficiente para no abandonar el sistema a costa de desterrar al aprendizaje, en favor del mísero y raspado aprobado del alumno corriente que no más preparó su examen por miedo a ser suspendido y quedar atrás de sus amigos.
Así, los resultados, no son decepcionantes sino más bien consecuentes con la realidad. Y sin ningún indicio de mejora.
Hoy, mientras se leen estas líneas, el ministerio maquina una reforma educativa como ya es tradición en un cambio de gobierno. Sin embargo, esta reforma no sólo se hará sin votación alguna y profundizará estos síntomas mencionados arriba ya crónicos de un sistema educativo enfermo por el que pocos apuestan, si no que también traspasa límites graves que amenazan el mismo sostenimiento de éste.
Esta nueva reforma aboga, entre otras muchas cosas, por liquidar los conciertos educativos de una gran parte de los colegios que conforman el panorama estudiantil español, dinamitando la libertad de educación y, lo más sorprendente y a la vez incoherente, suspendiendo el enorme ahorro que supone al estado el concertar acuerdos de este tipo con los centros; hecho que habría de ser tenido más en cuenta que nunca en
vistas a la nueva crisis que se augura severa.
De igual manera, y quiero pensar de forma inconsciente, esta reforma apunta a la progresiva disolución de los centros de educación especial; ya sean públicos, privados o concertados.
La gravedad del asunto no pasó desapercibida, y hace unos días se vio cómo las redes se llenaban de indignación y rechazo a esta medida que por razones que desconozco se filtró. Personas de cualquier entorno y circunstancia publicaban por qué no querían que su hijo, su hermano, su nieto o su sobrino, fuera atendido por profesores ordinarios, en lugar de por profesionales especializados y en un centro correspondientemente adaptado. En palabras de una joven cuyo hermano, Carlos, después de haber estado en un centro ordinario, “fue feliz (con el cambio al centro de ed. especial) y tuvo de parte de sus profesores todo lo que necesitaba”, a lo que añadía firmemente “que ningún niño en el mundo es igual y no todos los niños tienen las mismas capacidades y esto también pasa con los niños discapacitados. (…) permita por favor (el gobierno) a los padres elegir lo mejor para sus hijos ya sean niños con o sin discapacidad”.
La excusa y la respuesta a esta situación es, como no podía ser de otra forma, la que antes se mencionaba en este texto: la igualdad. Igualdad, o igual da enviar a nuestros hijos y hermanos con discapacidades físicas o mentales a un instituto cualquiera; total,
aquí somos todos iguales.
Pues sí, si lo somos. Pero precisamos, todos nosotros, no sólo las personas con discapacidad, de atenciones especiales adecuadas a nuestras necesidades. Claro que, qué esperar del sistema que iguala a todos por lo bajo, ofrece conocimientos genéricos al por mayor y acaba creando jóvenes, de todo tipo, parados y abocados a la búsqueda constante de trabajo y sentido a su vida; por no hablar de las desigualdades que esto provoca, dado que, aquél que por su cuenta medios tenga, mejor podrá adaptarlos a sus necesidades y posibilidades.
Aún de esta manera, soy positivo. La gente se acaba dando cuenta, ya sea por lógica o por desgracia sufrida, del carácter insostenible de una educación así, porque es imposible seguir en un sistema que rechaza la creatividad, la libertad y la excelencia en pos de una igualdad fabricada a base de golpes sobre la diferencia, la excepcionalidad y la diversidad de ideas en última instancia.
Debemos dar igualdad de posibilidades a aquellos que aprovechan sus oportunidades. Debemos también entender que uno no es más ni menos por tener un título u otro de una universidad o de una escuela técnica o de un instituto, sino que uno es único, inigualable e irrepetible y que debe y habrá de ser valorado como tal; con sus capacidades y sus resultados, con sus aciertos y desaciertos, con sus penas y sus glorias, es un ciudadano de nuestro moderno país, libre e igual en dignidad a su vecino y al vecino de su vecino.
Estimados, si de algo tenemos obligación, es de ofrecer a las generaciones venideras un país mejor del que encontramos; no uno igual y mucho menos peor. Dejemos de igualar y empecemos a posibilitar que cada español pueda ser quien mejor sepa y esté llamado a ser.