Iglesias, el ‘sindicato del crimen’ y la indignación del capitán Renault

«¡Estoy indignado!» (‘I’m shocked!») le espeta con insuperable cinismo a Rick el capitán Renault durante la redada del Café Américain en la magistral Casablanca. «En este local se hacen apuestas», añade, justo en el momento en que un croupier se le acerca con un sobre: «sus ganancias de hoy, capitán».

La España de hoy tiene algo de esa Casablanca de 1942, solo que sin el antihéroe que encarnaba Humphrey Bogart. Como en el film, aquí la vida discurre en dos universos paralelos: uno de apariencias y otro decadente y trufado de pozas corruptas. Y cuando el primero se topa con la fea realidad del otro, la reacción es de sorpresa e indignación.

Como la manifestada, con desfachatez comparable a la de Claude Rains, por la abogada de Manos Limpias, Virginia López Negrete, espeluznada por las revelaciones sobre quien ahora llama su ‘cliente’, cuando hasta hace poco se presentaba como asesora jurídica del esperpéntico ‘sindicato’.

La letrada no sabía nada. Nada sobre un ‘colectivo de funcionarios públicos’ sin miembros ni actividad sindical, dedicado exclusivamente a las querellas de quita y pon, que tan pronto se presentaban en nombre de la justicia popular, como se retiraban repentinamente.

Pero su ignorancia no le impidió –según la imputa la Fiscalía— repartirse a pachas con el líder del sindicato, Miguel Bernad, más de 100.000€ recaudados a las víctimas de Afinsa y Fórum Filatélico. O actuar de acompañante jurídico de Luis Pineda en sus apariciones en las juntas generales de los bancos, a quienes exigía cantidades millonarias para garantizarles la no beligerancia de Ausbanc.

Los bancos, las cajas, las compañías de seguros, en un secreto a voces, acababan suscribiendo convenios con las publicaciones de esta ‘asociación de usuarios’ para que su furia justiciera no cayera sobre ellos.

Y gracias a ese desconocimiento, la Fiscalía y la UDEF no han podido contar con una denuncia concreta para poner fin la actividad de este auténtico ‘sindicato del crimen’ hasta que el Banc Sabadell y Miquel Roca decidieron informar del chantaje de Pineda en relación a la Infanta Cristina y el explosivo caso Noós.

Pagar antes que salir en los papeles. Esa simple amenaza, una versión light del ‘plata o plomo’ del narco colombiano, bastaban en el universo oculto para que Pineda y Bernad gestionaran durante años un racket tan eficaz que podrían haberlo franquiciado al crimen organizado de Chicago o Nápoles.

Y tampoco sabían nada los periodistas que el pasado jueves abandonaron indignados la Facultad de Filosofía de la Complutense cuando Pablo Iglesias atacó con desdén infinito (¿qué aspecto tiene exactamente un epistemólogo, Sr. Iglesias?)al redactor de El Mundo Álvaro Carvajal, a quien acusó de manipulador y siervo de los poderes mediáticos.

Y todo entre los aplausos vergonzantes de la audiencia estudiantil, en quienes la retórica y el adocenamiento grupal han neutralizado lo que precisamente busca estimular la universidad: el pensamiento crítico y la independencia de criterio.

¿No sabían nada esos periodistas indignados del enorme ego de Iglesias? ¿No conocían su propensión a despellejar al oponente en contraste con lo sensible a las criticas de su propio pellejo? ¿No han percibido acelerada conversión de Podemos en una maquinaria de poder que exige sumisión interna y pleitesía externa, so pena de ser acusado enemigo de ´la gente‘?

Como Alien emergiendo del pecho de John Hurt, a Pablo Iglesias se le escapó en la Complutense el pequeño Stalin que lleva en su interior. Y el estamento periodístico respondió como suele: tribalmente. Con notas, comunicados y declaraciones que afean al autor de la ofensa pero eluden reflexionar sobre las cada vez mayores carencias de la profesión en materia de independencia, rigor y capacidad de crítica.

Duele decirlo, pero serían más creíbles las protestas si en su día se hubiera vaciado la sala de prensa del PP la primera vez que Mariano Rajoy se escondió detrás de un plasma. O si hubieran plantado al primer político al que se le ocurrió dar una rueda de prensa sin preguntas.

O, sin ir más lejos, si quienes presenciaron la colosal grosería –profesional y personal— del entrenador del Barça hacia Víctor Malo, redactor de Gol, publicación hermana de ED, se hubieran levantado al unísono para que Luis Enrique pudiera reflexionar en solitario sobre su proverbial sinceridad.

Nadie conoce el tamaño de ese universo paralelo ni cuántos lo habitan. Pero a juzgar por la frecuencia con que lo entrevemos, debe ser grande y muy poblado. Y por ello, empieza a ser hora de desmontarlo.

Pineda y Bernad pudieron elevar allí sus exigencias a la categoría de delito durante años gracias a la pasividad de periodistas, juristas, empresarios y autoridades pese al runrún general. ¿Cuántas otras publicaciones, onlines, organizadores de eventos o impulsores de nuevas webs buscan anunciantes, patrocinadores o ‘socios’ con métodos que bordean la legalidad?

O directamente la traspasan, como el director de un grupo editorial especializado, irónicamente, en el mundo de la comunicación, condenado recientemente por pedir 300.000€ a un gremio para no vilipendiarlo en sus medios.

¿Justifica la obsesión de los bancos por la discreción comprar la concordia con Ausbanc –una categoría similar a pagar ‘protección’ en tiempos de Capone—y no denunciar la comisión de un delito ante las autoridades?

Y, siguiendo con esta línea de pensamiento, ¿exigirán los accionistas minoritarios de los bancos explicaciones a los directivossi se confirma que en efecto pagaron con fondos de las entidades a unos delincuentes en lugar de acudir a las autoridades en cumplimiento de la ley y de sus obligaciones como gestores?

«Qué coño es la UDEF», le preguntó Jordi Pujol a Susana Griso poco tiempo antes de confesar sus pecados fiscales. Algo parecido han debido preguntarse el PP de la Gürtel, de Valencia o, recientemente, de Granada. Y el PSOE de los EREs, la CiU del 3%, los hijos de Pujol y los hasta ahora impunes extorsionadores de Manos Limpias y Ausbanc.

La Unidad de Delitos Económicos y Fiscales de la Policía se ha convertido, por defecto de sistema, en el aceite de ricino de una democracia cada vez más renqueante; un purgante de último recurso para eliminar lo más tosco del organismo público mientras se produce la prometida, e incumplida, regeneración.

Mientras no ocurra, seguiremos presenciando nuevas escenas –surrealistas, patéticas, exasperantes— que den la medida del universo oculto. Y en el plano de la apariencias, el capitán Renault, indignado, dirá de nuevo: «¡esto es un escándalo!».