Iglesia y pederastia: confesar o perecer
La espiral terrible de decadencia ya ha comenzado: crecerán las indemnizaciones que, a su vez, multiplicarán las denuncias
Antes perecer que confesar. A estas alturas del laicismo, bien puede decirse que la argamasa inmaterial que mantiene a miles de profesionales de la religión católica unidos y más que menos disciplinados no es evangelizar. Es permanecer. En Europa pueden conseguirlo, si bien a la baja entre grandes peligros. En los Estados Unidos, lo tienen bastante más difícil.
Llevamos tantos siglos evangelizados a la fuerza que incluso los creyentes son inmunes a los discursos sacerdotales sobré ética, bondad, pecado o paraíso. En materia religiosa, el alma de los europeos se ha vuelto impermeable a los mensajes de la Iglesia, que considera farisaicos.
A la Iglesia solo le queda una misión: resistir
Por eso las almas, liberadas del yugo eclesial, están intactas, relucientes, vírgenes de nuevo, y en consecuencia dispuestas a confeccionarse cada cual un menú particular de creencias y principios éticos.
Habiendo renunciado desde siglos atrás a conquistar los corazones, y una vez perdido para siempre el control de la sociedad que convertía a los seres humanos en fieles tan doblegados que llegaron a creerse voluntarios, a la Iglesia solo le queda una misión: resistir.
Una vez alcanzado el grado cero de la incidencia del mensaje, ante el pavoroso triunfo de la libertad, la Iglesia se abstiene de seducir a la buena gente como en sus primeros tiempos. Ahora se trata de resistir.
La labor principal de la jerarquía católica consiste en mantener su influencia cerca de los poderosos
De resistir, pero no al alejamiento generacional, que por cierto es galopante. De resistir, pero sin presentar alternativas a la disparidad y multiplicidad de criterios éticos. Simplemente, se trata de resistir como sinónimo de subsistir y antónimo de perecer.
La labor principal de la jerarquía católica, una vez alcanzado el gran reto finisecular de arrinconar toda disidencia, consiste en mantener su influencia cerca de los poderosos con los cuales se alía y de los cuales depende. De manera directa, la Iglesia no influye en la sociedad, ni en sus costumbres, ni en los modos de vida. Ni siquiera, como hemos visto, en las creencias.
En cambio, sí que influye de manera indirecta. Influye sobre gente que influye. Concretando, influye sobre un segmento, importante aunque reducido, de los poderosos de derechas.
Aunque la influencia no se traduzca en gran cosa en la práctica –Roma es perdedora en todas las cruzadas modernas, ya sea contra el aborto, la eutanasia caritativa o el matrimonio entre personas del mismo sexo—, por lo menos mantiene dos puntales imprescindibles: las apariencias y la financiación para sostener su propia estructura organizativa.
A la Iglesia le espera, en Europa, un largo período de resistencia, siempre a la defensiva
A cambio de una tan poco caritativa protección, es posible que Roma acabe en manos de la extrema derecha europea y latinoamericana. La jerarquía está contaminada por la cultura del abuso, el privilegio, la ocultación y la impunidad. Incluso la máscara de la humildad ha desaparecido de la faz de los obispos.
Eso no es lo peor. Los peor son las redes internas, las tramas paralelas que controlan las estructuras a guisa de auténticas organizaciones secretas. Eso es lo que los dos últimos papas han pretendido domeñar y ambos han salido trasquilados.
A la Iglesia le espera, en Europa, un largo período de resistencia, siempre a la defensiva, siempre tapando el perímetro de la ciénaga de la pederastia, aunque a veces disimulando, haciendo como si contribuyera a la limpieza o se pusiera de parte de sus víctimas.
Esta actitud no va a cambiar. Veremos hasta donde llega su capacidad de resistencia y si consigue no sucumbir al abrazo de la extrema derecha, lo que aceleraría su declive. Si en Europa, ‘su Europa’, la de tradición católica, los obispos aún no tiemblan tanto como deberían, el vaticinio en los países anglosajones es más que alarmante.
Puede que en pocos años los jueces hundan sus estructuras, no por el descrédito de las condenas a los pocos entre la infinidad de culpables sobre los cuales caigan las sentencias, sino por las crecientes indemnizaciones que pueden debilitar la organización católica, literalmente estrangularla hasta la extenuación.
La espiral terrible ya ha comenzado en forma de gruesas y crecientes sumas a satisfacer por la Iglesia a las víctimas, en reparación por haber protegido a los culpables en vez de denunciar sus atrocidades, y así incrementar el sufrimiento en vez de paliarlo.
Crecerán las indemnizaciones que, a su vez, multiplicarán las denuncias. Y las denuncias la protección de los malhechores a cargo de sus superiores. Esa es la espiral.
El hundimiento de la Iglesia
Tal vez tarde en llegar a Europa, pero en los Estados Unidos el hundimiento físico, o sea económico, de la Iglesia ya ha comenzado, y nada indica que vaya cesar ni siquiera a desacelerarse sino todo lo contrario.
El único antídoto ante la acción de la justicia, que ha tardado en llegar pero está destinada a multiplicarse por la magnitud de los abusos, sería la franca colaboración denunciadora de la jerarquía.
Limpiar la ciénaga a fondo. Hemos visto y comprobado que tal cosa está lejos siquiera de plantearse, no ya digamos en serio y con sinceridad y arrepentimiento, sino siquiera con un mínimo de credibilidad. Antes perecer que confesar.