Hoy no quiero trabajar
Dos encuestas recientes –una de Adecco Group y otra de Randstad Research– señalan la magnitud del absentismo laboral no justificado en España
Según Adecco Group Institute, en 2018, las bajas laborales injustificadas o fraudulentas, supusieron 5.400 millones de euros para las empresas. Cosa que entraña un absentismo del 5,3%. En total, 274.000 trabajadores faltaron diariamente a su lugar de trabajo sin causa justificada.
Según Randstad Research, en el primer trimestre de 2019, el absentismo laboral no justificado supuso la pérdida del 1,4% de las horas convenidas con la empresa. Cosa que equivale a un promedio diario de 267.000 personas que no acuden al puesto de trabajo pese a no estar de baja laboral.
Más allá de las consecuencias económicas del absentismo laboral –reducción del PIB, pérdida de productividad y competitividad, aumento de los costes empresariales y debilitamiento de las cuentas públicas– sorprenden las razones aducidas por trabajadores, sindicatos, sociólogos y psicólogos para justificar tamaña picaresca.
Hay quien dice que el absentismo laboral injustificado obedece a la imposibilidad de conciliar vida familiar y laboral, al horario prolongado, a la mala organización empresarial, al clima laboral hostil o a la insatisfacción laboral.
Vale decir que también hay quien afirma que el absentismo laboral injustificado se explica por la pérdida del miedo del trabajador a ser despedido, porque –en caso de despido– a algunos trabajadores les sale a cuenta cambiar el salario por el subsidio, y porque patronal y sindicatos son incapaces de acordar medidas para combatir el absentismo.
En cualquier caso, el limitado apego de algunos trabajadores por la faena recuerda la figura de Paul Lafargue, el teórico social que ha pasado a la historia por su ensayo El derecho a la pereza (1880). Al respecto, resulta interesante comparar los motivos esgrimidos por Lafargue en favor de la pereza con los de nuestro absentista laboral contemporáneo.
Nuestro absentista contemporáneo es un desagradecido que no tiene en consideración a quien le contrata
Si Lafargue considera el trabajo como un deber impuesto por la burguesía que impide que el trabajador se dedique al cultivo del ocio, nuestro absentista contemporáneo se ausenta del lugar de trabajo para atender a sus necesidades personales, o porque está estresado, o por mera poltronería.
Si Lafargue –consciente de que el capitalismo produce un exceso de mercancías que comporta unas crisis cíclicas que condenan al paro a muchos trabajadores– propone reducir la jornada de trabajo a tres horas para evitar la crisis y alcanzar el pleno empleo, nuestro absentista contemporáneo sobrecarga de trabajo al compañero que cumple con su obligación y la del absentista.
Si Lafargue quiere que los burgueses trabajen para que así los trabajadores puedan reducir su jornada laboral y dedicar una parte de su tiempo al ocio, nuestro absentista contemporáneo accede al ocio mientras los burgueses están trabajando.
Si Lafargue cree que el objetivo de la revolución socialista es la conquista del derecho a la pereza –entendido como el acceso al tiempo libre en una época en que el horario laboral abarca los siete días de la semana a razón de 12 horas por día–, nuestro absentista contemporáneo apuesta por la astucia y el engaño diarios cuando la jornada laboral es de 40 horas semanales y un mes de vacaciones pagadas.
Si Lafargue –a pesar de todo– considera que el trabajo capitalista es una manera de superar el hambre, nuestro absentista contemporáneo es un desagradecido que no tiene en consideración a quien le contrata –a cambio de un salario– bajo determinadas condiciones que incumple a consciencia.
En El derecho a la pereza, Lafargue señala que “una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista… Esa pasión es el amor al trabajo, al furibundo frenesí del trabajo”.
¿Por qué el trabajo ha de ser, siempre y por definición, satisfactorio?
Casi 150 años después, la “extraña pasión” y el “furibundo frenesí” han cambiado de contenido y ya no estamos frente al “amor al trabajo”, sino, más bien, en mayor o menor grado, frente a la alergia al trabajo. Alergia camuflada, con frecuencia, bajo el rótulo de una “crítica del trabajo” que pretende reinventarlo –el trabajo– en una sociedad –dicen– más humana.
La queja, según manifiestan críticos y absentistas: el trabajo no es personalmente satisfactorio. ¿Y qué creían? ¿Por qué el trabajo ha de ser, siempre y por definición, satisfactorio? Y al absentista laboral le digo que, gracias al trabajo de los demás, usted puede vivir con cierta dignidad. Cosa que hoy entendería, incluso, Paul Lafargue.