Homicidas inocentes
Los sistema sanitarios europeos siguen sin funcionar a su ritmo habitual, que por el hecho de ingresar a los antivacunas que ocupan camas de UVI dejan de atender a personas con otras enfermedades o síntomas que por ello han muerto o morirán pronto o tarde
A más vacunados menos restricciones. Siendo eso importante, y mucho, ya que afecta tanto a la libertad de movimiento como a la economía, hay algo mucho peor en la escala de daño que los antivacuna infligen a la sociedad. La muerte de un número elevado pero no cuantificado de personas por falta de atención o diagnóstico causada por el estrés de los sistemas sanitarios.
Ya desde la primera ola, sorprendía a los médicos responsables de cardiología el tremendo bajón de pacientes en sus consultas y servicios. Fuera por miedo a salir de casa, a contagiarse en el hospital, algo entonces menos raro de lo que parece, o por lo que fuera, los que en otras circunstancias habrían acudido al médico se abstuvieron corriendo así un riesgo para su salud.
Quien dice corazón también habla de otros síntomas que aconsejaban una visita al médico que no se llevó a cabo. De esta manera, por falta de diagnóstico precoz, una parte de los espantados desertores de la medicina acabaron desarrollando enfermedades que tratadas a tiempo hubieran revestido menos gravedad.
¿Cuántos murieron por todo ello? ¿Cuántos porque el sistema de salud, colapsado por los contagiados de coronavirus, no daba para atenderles? A fin de saberlo se comparan cifras de muertes en años anteriores, pero de todos modos, siendo elevada, la cifra es incierta, ya que no sabemos cuántas muertos por Covid-19 hubieran fallecido por otras causas.
Aún así, hay que constatar que en aquellas primeras olas y salvo errores primerizos, se hizo lo que se pudo, de manera que los muertos por enfermedades no diagnosticadas a tiempo no son responsabilidad de nadie, ni de ningún colectivo ni de autoridad alguna.
En términos generales, sí pueden señalarse como ayudantes del virus y de sus devastadores efectos, no a los antivacuna, pues entonces no las había, sino a quienes se saltaban las restricciones o las medidas de protección obligatorias. Una responsabilidad moral difusa, a repartir entre muchos, pero no por ello inexistente o menos grave por encontrarse diluida.
Si todos hubiéramos cumplido, el virus habría resultado menos dañino desde el segundo día. Por lo que, se ampararan o no en teorías más o menos absurdas o simplemente dieran rienda suelta a su individualismo, pesa sobre los díscolos una dosis innegable de culpa en la expansión del virus.
Dosis de culpa que aumenta de modo exponencial a partir de la vacunación universal. Hay un antes y un después de la vacunación masiva, que convierte a los imprudentes de entonces y antivacunas luego en auténticos homicidas, amén de causantes de las restricciones que en no pocos países se han debido imponer por su negativa a participar en la inmunización y la reducción de la pandemia.
Sin que jurídicamente se les pueda condenar, puesto que se amparan en derechos plenamente reconocidos, son homicidas morales. Pero lejos de reconocer su culpa, protestan y se manifiestan como si fueran inocentes. Como si el gravísimo plus de daño que ocasionan no fuera una consecuencia de su actitud sino algo inevitable.
Hay un antes y un después de la vacunación masiva, que convierte a los imprudentes de entonces y antivacunas luego en auténticos homicidas
Y es evitable. Y lo es de dos maneras. La primera, que cambien de actitud. La segunda que se les aísle en mayor o menor medida y sufran ellos las máximas restricciones necesarias a fin de que los cumplidores puedan seguir con sus vidas.
Sabido es, y el argumento es incontestable, que los sistema sanitarios europeos siguen sin funcionar a su ritmo habitual, que por el hecho de ingresar a los antivacunas que ocupan camas y plazas de UVI dejan de atender a personas con otras enfermedades o síntomas que por ello han muerto o morirán pronto o tarde.
De manera que quienes se quejan de las medidas tendentes a aislar a los causantes de tanta desgracia añadida, se comportan en el fondo como cómplices, siempre en el plano ético. Muy al contrario, los cumplidores deberían ser los primeros en exigir el incremento de las restricciones a los pocos insolidarios antivacuna a fin tanto de evitar que se tornen generales, verbigracia en Francia, como de garantizarse una plena atención médica en caso de que la precisen.
En Italia, uno de los líderes de las protestas se ha apeado de sus nefastas prédicas y pide desde el hospital que se haga caso a la ciencia. En Austria acaba de morir otro líder, víctima de su tratamiento alternativo. Gente como él han contribuido a la gravedad de la pandemia en Austria, de modo que en la actualidad el confinamiento es general y severo y la vacuna será obligatoria a partir de febrero.
Lo primero es lo primero, y son nuestras vidas, las de todos. Ya se equivocaron a favor de los homicidas inocentes quienes argumentaron contra el pasaporte Covid, pero más se equivocan si siguen poniendo pegas a la exigencia de mostrarlo. Se equivocan en contra suyo y a favor de la altura que toma la ola actual y la devastación que pueda causar la variante ómicron y las que vayan viniendo.
Más aún cuando en países con unas credenciales de respeto a la libertad que harían empalidecer las nuestras, el cerco a los antivacuna se estrecha mucho más que en nuestro entorno, de manera que se enfrentan a sanciones, multas o incluso a ver como se les niega el acceso a su puesto de trabajo.
Por todo ello, y por mucho más, tanto a nivel personal, echando en cara su culpabilidad a los antivacuna que podamos conocer, como social y ciudadano, y a fin de auto protegernos, tenemos la obligación de acatar sin rechistar las medidas presentes así como, aún más, de exigir que se estreche el cerco que los anime o fuerce a cambiar de actitud, protegerse con vacuna y dejar así de colaborar con el virus en su mortífera expansión.