¿Hacia dónde va el mundo… y Cataluña?

Entre enero de 2004 y diciembre de 2007 fui director de UNESCOCAT, la ONG que ostentaba la relación oficial entre Cataluña y la UNESCO debido a que en esta organización, como en todo el sistema de NNUU, sólo tienen representación directa los estados. UNESCOCAT nació en 1984 y también tenía estatuto consultivo cerca del ECOSOC y del Departamento de Información Pública de las Naciones Unidas.

La organización se fue al garete hace unos años por la mala gestión de su último director, quien por cierto se presentó como candidato a la elecciones catalanas de 2012 por ICV-EUiA al poco del cierre. Nunca llegó a ser diputado.

Ahora, Eduard Vallory y la gente de la Fundación Jaume Bofill están intentando revitalizar UNESCOCAT y buscan un nuevo director. Les deseo suerte porque durante años esa ONG fue la responsable de la traducción al catalán de muchos documentos, libros, informes, y materiales didácticos promovidos por la UNESCO que es una pena que se pierdan y que hayan dejado de traducirse.

Entre los muchos libros e informes que publicábamos, cada año se traducía el Informe Mundial sobre Desarrollo Humano, promovido por el PNUD, otra de las organizaciones de NNUU, responsable de la campaña Objetivos del Milenio (ODM) 2015, que arrancó con el cambio de siglo, y que reunió en Nueva York a los líderes mundiales en torno a un programa común: abordar la indignidad de la pobreza.

Está claro que los ODM no se han conseguido de ninguna manera. Aunque haya habido progresos, el Informe Mundial sobre Desarrollo Humano 2014 mostró que casi un tercio de la población del planeta es todavía pobre o vulnerable a la pobreza. 1.200 millones de personas ganan menos de 1,25 dólar diario. Están en pobreza extrema y no pueden satisfacer sus necesidades básicas. Hay 800 millones que son altamente vulnerables.

Pero lo más chocante de entre los muchos datos que aporta el informe es que, en 2014, las 85 personas más ricas del mundo poseían un patrimonio que superaba al de los 3.500 millones más pobres. Espeluznante, ¿verdad? Los profetas de las soluciones mágicas postcomunistas aprovecharán un dato tan relevante como éste para atacar al capitalismo, al liberalismo y a todo lo que suene a libre mercado.

La desigualdad extrema no es tan acuciante en Alemania o en España, por ejemplo; se da en algunos de esos países que estuvieron bajo el jugo soviético y entre los africanos y latinoamericanos que arrastran la pesada carga de las antiguas dictaduras y en algún caso de los gobiernos autoritarios actuales. Entre los líderes que no respetan los derechos humanos, los que son corruptos y los que cumplen las dos condiciones a la vez, el progreso no alcanza a las clases populares. Las cosas como son.

Dado que la esperanza es lo último que se pierde, resulta esperanzador que países como Brasil, Argentina, Uruguay, Ecuador y Chile hayan aumentado significativamente su desarrollo humano. El informe señala, concretamente, que Argentina ha pasado al grupo de países de «alto nivel de desarrollo humano», al aumentar su coeficiente en tres indicadores básicos: esperanza de vida, escolaridad e ingreso nacional bruto per cápita.

El mundo actual vive bajo el sistema económico de libre mercado, de libertad individual, pero está dividido en dos sistemas políticos básicos: uno corresponde al de las democracias liberales y otro a los estados autoritarios, entre los que destacan China y las dictaduras del Golfo y del continente asiático y el populismo latinoamericano. Formalmente, Rusia es un estado democrático, pero ya hemos comprobado hasta qué punto sus gobernantes pueden violentar la libertades. En Europa, especialmente en las estructuras de la UE, los déficits democráticos no son pocos.

El seminario Workshop in Global Leadership, celebrado en septiembre de 2014 en el Weatherhead Center for International Relations de Harvard y organizado por la Fundación Rafael del Pino, Joseph Nye, que fue deán de la Harvard Kennedy School, asesor de varios presidentes estadounidenses y padre del soft power, insistió sobre la transición del poder del oeste al este, pero principalmente del paso del poder de los estados hacia los actores no estatales.

Lo que no siempre es bueno. En Europa ese traspaso se ha traducido en el enorme número de instituciones que no pasan directamente por las urnas, entre las que destaca lo que hasta hace muy poco se conocía como la «troika», que en la jerga comunitaria sirve para poner nombre al triunvirato formado por el BCE, el FMI y la Comisión Europea.

Seguramente, pues, lo que amenaza la estabilidad mundial es el derrumbe de la democracia, que se refleja, además, en la expansión del terrorismo islamista y en las persistentes desigualdades indicadas en el informe del PNUD.

Sé que ustedes me van a decir que este cuento es viejo. Lo es. Y aún siéndolo, ¿por qué debemos aceptar este déficit democrático como una deformación congénita del liberalismo? John Stuart Mill, que vivió en tiempos de la reina Victoria y, por consiguiente, fue contemporáneo de Marx y Engels, escribió un tratado liberal imprescindible: Sobre la libertad (1859). Mi amigo Marçal Sintes le dedicó su tesis doctoral para evaluar sus principios sobre la libertad de expresión. Espero que se la publiquen algún día, porque España necesita revitalizar la tolerancia.

Lo que me interesa destacar aquí es, precisamente, el concepto de conciliación entre opiniones contrapuestas que defendía Stuart Mill: «En los grandes asuntos prácticos de la vida –escribió oponiéndose al dogmatismo de Marx–, la verdad es, sobre todo, cuestión de conciliar y casar cosas opuestas, y son muy pocos los dotados de una inteligencia capaz y suficiente como para llevar a cabo un encaje que tienda a aproximarse a lo correcto, por lo que, en muchas ocasiones, esto ha de hacerse mediante el áspero recurso del enfrentamiento entre contendientes que pelean bajo estandartes enemigos». ¡Amén!

Esta actitud combativa podría parecer una contradicción, pero entre los demócratas debería ser una virtud necesaria si realmente lo que se quiere es defender la libertad y el progreso económico. Incluso cayendo en la disidencia, cómo diría Isaiah Berlin, uno de los filósofos que conoció mejor que otros el pensamiento liberal de Stuart Mill. Debemos ser disidentes con el fin de mantenernos en perfectas condiciones intelectuales. Sigo esta norma a raja tabla, incluso desde mucho antes de ser director de UNESCOCAT, y me cuesta mil disgustos cada día.

Lo que está pasando en Cataluña no es ajeno a lo que pasa en el mundo en relación con el desarrollo humano. Discutimos lo mismo que se discute en Grecia o en Francia e Irlanda. En todas partes se está repensando la soberanía y cómo deben gestionar la diversidad las sociedades pluralistas, y que capacidad tienen las instituciones para atajar, pongamos por caso, la pobreza energética.

Si los Estados consolidados se preocupan por su capacidad para poder tomar decisiones, ¿por qué las naciones sin Estado, como Escocia o Cataluña, no pueden hacerlo? Sus recursos políticos son aún menores. Sólo los inmovilistas se quedan quietos, lo que al fin y al cabo es propio de conservadores, sean de derechas o de izquierdas. Tengo escrito que en Cataluña estamos en plena revolución democrática soberanista debido a que esa necesidad es asumida por una gran mayoría.

«Las únicas cosas que han de impedirse son aquellas que han sido ensayadas y condenadas», decía Stuart Mill. El nacionalismo podría ser una de esas cosas, porque en muchos casos ha causado un gran perjuicio a la sociedad. Pero como ya dejó claro hace años la profesora de la Universidad de Boston Liah Greenfeld con sus dos libros Nationalism: Five Roads to Modernity (1991) y The Spirit of Capitalism. Nationalism and Economic Growth (2001), el nacionalismo está en la base de la modernidad.

Es el empuje del nacionalismo lo que dio vida a los estados modernos y no al revés, que es lo que defienden los marxistas y los reaccionarios de derechas. Los estados democráticos transforman ese nacionalismo primigenio en patriotismo soberanista.

En eso estamos en Cataluña: en proceso de modernización para quitarnos de en medio a un Estado que está comprobado que empobrece a los ciudadanos catalanes, y así poder constituir otro, adaptado a los tiempos de la globalización.

El «Piamonte español»–siguiendo lo que escribió quien fuera profesor mío, Don Vicente Cacho Viu, en El nacionalismo catalán como factor de modernización(1998)–, la locomotora que a principios del siglo XX tiró de la península para constituir un nuevo Estado, ibérico y multinacional, busca ahora su lugar en el mundo al margen de España porque ese sueño se esfumó con la trampa del Estado de las Autonomías y las leyes de bases posteriores que lo han dejado en casi nada. Esperemos que la democracia triunfe y que el Gobierno español sea realmente liberal.