¿Hacia dónde va el mundo? ¿Hacia el abismo?
El espíritu de nuestro tiempo está sometido a una encrucijada que obliga a decidir si es mejor mantenerse en la senda del ideal de progreso o bien cuestionarse si es el único camino que se puede emprender para afrontar el futuro
El filósofo francés Edgar Morin publicó en 2007 un profético ensayo dividido en dos partes, ¿Hacia dónde va el mundo? ¿Vamos hacia el abismo?; en él observaba que “todo progreso corre el riesgo de degradarse y comporta un doble juego dramático de progresión y regresión”.
Este juego ha llevado a muchas personas, partidos políticos y entidades civiles a cuestionarse la vía del progreso destinado a afrontar los retos del cambio climático, la gestión de las pandemias o la crisis energética. Es un ensayo profético porque ya entonces definió el progreso como un espacio de incertidumbre donde se avanza sin asumir “[…] la pérdida de solidaridad y la atomización de los individuos, la sumisión de los cuerpos y las mentes […]”.
El espíritu de nuestro tiempo está sometido a una encrucijada que obliga a decidir si es mejor mantenerse en la senda del ideal de progreso o bien cuestionarse si es el único camino que se puede emprender para afrontar el futuro. Si antes, a finales del siglo XX, la fuerza se apoyaba en base a las certezas, ahora se ha transformado en incertidumbre.
No es solo que la pandemia haya provocado que los hombres puedan verse a sí mismos como entidades vulnerables, sino que toda una serie de acontecimientos que se están produciendo en paralelo a la pandemia va sumiendo a la población en la idea de que el abismo existe.
Acontecimientos como los que se están dando en EEUU demuestran la erosión de los fundamentos de la democracia. La ascensión política de un populismo se revela contrario al futuro. La crisis energética acelera la toma de posiciones para convivir con el cambio climático.
Por otra parte, muchos ciudadanos han empezado a tomar conciencia de que sólo se vive una vez, rebelándose frente al sistema y decidiendo renunciar al trabajo o desertando del papel que el Estado les había asignado. Al haberse focalizado todos estos hechos en la crisis de la pandemia, la sociedad ha dejado de analizar otros problemas que se están agudizando.
Mientras nos concentramos en conocer las cifras de contagio, cada vez son más los países contagiados por el virus de cuestionar el actual modelo democrático. Cada vez más, las campañas electorales se plantean como escenarios de guerracivilismo, donde ya no se trata de confrontar ideas y programas políticos, sino de ahondar en la división de los países.
No es que se eleve la voz para hacer llegar un mensaje, sino que se genera el máximo ruido para silenciar la voz de los otros. Se está generando un clima beneficioso para, en nombre de la democracia, alterar y corromper sus valores. Mientras el mundo se vacuna por cuarta vez contra la pandemia, China, Rusia y EEUU se enzarzan en una batalla económica, cultural y tecnológica para dominar un mundo enfermo.
Si en el pasado la guerra fría ordenaba el mundo entre la esfera de influencia comunista y la capitalista, ahora todas las potencias buscan dominar al otro para sobrevivir. El abismo que estamos mirando ya no está fuera sino en nuestro interior, sin advertir una serie conflictos externos que no son producto de la pandemia.