Guillermo Morenés: Lampedusa en los Alpes suizos

A Willy, nombre familiar de Guillermo Morenés, no le duelen prendas. Cuando organiza la fiesta anual de los Botín en su residencia familiar suiza de Gstaad, ya tiene hecho la mitad del jornal. Es un hombre de chaqueta verde que tiene el buen gusto de dejarse ganar en los greens por su cuñado y socio, Javier Botín, el menor de los hijos del fallecido Emilio Botín-Sanz de Sautuola. Este último, líder de tercera generación, se convirtió a sí mismo en primer banquero de España por méritos indiscutibles; aunque antes, el destino ennobleció sus apellidos gracias a los Potocki, oriundos de la Germania báltica sometida por el lebensraum del Reich berlinés.

Morenés es el marido de Ana Patricia Botín, hija de Emilio y presidenta del Banco Santander, la entidad que ha presentado resultados recientemente, anticipando (además del dividendo) el equilibrio reestablecido en la España bipartidista y rancia. No hemos tardado en conocer que BlackRock, el primer fondo de inversión del planeta, ha elevado su participación en el capital del Santander por encima del 5%, consolidando su posición de accionista de referencia; ay, ay. Ingeniero agrónomo de profesión, Willy es un consorte de lomo y porte; encarga los dulces, se mueve entre muchas aguas y lleva hebilla en los pantalones.

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No le faltan entorchados. Es marqués de Borghetto, bodeguero de Garvey y heredero del ducado de Tarifa, un latifundio inmenso que incluye al Coto de Doñana, vendido al Estado. Empata con los Domecq, Ybarra, Atienza y Benjumea, pero les gana en escudos de armas: conde del Asalto y marqués de Nules.

De joven, compaginó el cuello italiano y la trenca con tablillas de húsar. Aun así, trabaja. ¿A saber por qué y de qué? Pues hombre, de qué va a ser, de intermediario financiero. Al fin y al cabo qué puede hacer un agrónomo de cuna ahora que tenemos encauzado el Canal de Isabel II y que se han ampliado los trasvases de Artajo y Sendagorta, aquellos dos ministros que flanqueaban al general en las inauguraciones públicas.

Morenés mueve dinero; dinero ajeno. Pero lo mueve «¡lejos, muy lejos del Santander!», como exclamó en su día Emilio Botín al enterarse de que su hijo Javier y su yerno, Guillermo, manejaban  activos de Bernard Madoff, el tiburón falsario de Wall Street, que estafó 50.000 millones de dólares. Menudo revolcón en el salón de los Deleitosa. La noticia pilló de traspié a España, un país de reinas plebeyas y duques aquejados de misantropía. Temblaron las caballerizas de Comillas y el sol se puso de repente en los ventanales de la mansión sobre la cornisa, hoy convertida en fundación, levantada por Marcelino Sanz de Sautuola, bisabuelo materno de Ana Patricia, paleontólogo, descubridor de las Cuevas de Altamira.

Con el estallido Madoff se cumplía un año del fin del mundo, un año desde el derrumbe de Lehman Brothers. Conocimos de repente la detención de Madoff y al momento el dato de que sus activos sintéticos habían entrado en nuestro mercado por la puerta de los Botín. Pero Don Emilio taponó el desaguisado; saneó con liquidez verdadera aquellos bonos basura triple B. Los papeles de la ruina salieron convertidos en papilla por las turbinas del colector instalado en el extremo oeste del Sardinero. Carpetazo. Y no volvió a hablarse del tema. 

Después del susto, Javier, el benjamín, se convirtió en presidente del Golf de Pedreña. Morenés, por su parte, se propulsó a tierras helvéticas y dicen que allí, este Lampedusa de los Alpes suizos, encuentra la paz y los ensalmos que no le proporcionaron los despachos. Don Emilio, tras salir indemne de su crimen perfecto (las cesiones de crédito), empezó a comerse el mundo desde su plataforma en la City de Londres comandada entonces por Ana Patricia, la actual presidenta del banco. Y tras la muerte del financiero, la viuda de Botín, Paloma O’Shea, obtuvo el consuelo de un marquesado concedido por el rey Juan Carlos.

Ahora, en el reflujo de la gran aventura, la lista de defraudadores de Montoro siembra el pánico entre los acaudalados. Pero los Botín O’Shea, con Ana Patricia en el mascarón de proa,  esquivan la rendición de cuentas desde las dos orillas del mismo río: las finanzas del Santander y los bienes raíces que enlazan grandeza y opacidad en residencias solariegas trufadas de juegos de té, con asistentas de cofia y puños almidonados. Fuera, en las calles y plazas, se cierne la alternancia de los políticos con hígado de roble que han hecho migas con el poder financiero. En el aire flotan blasfemias, comisiones y llamadas telefónicas que desvelan impunidad. Hoy empieza el cambio; es el día de la Bestia.