Elogio de Bill Gates
El fundador de Microsoft superó las trabas de su carrera y ahora dedica su tiempo a la mayor fundación filantrópica del mundo
Tengo un amigo íntimo, probablemente una de las personas más inteligentes que conozco, JD, que pocas veces pierde la objetividad. Como además es mi socio, tiene toda mi confianza y es, al menos para mí, el mayor experto en el campo al que dedicamos nuestra empresa que haya nacido en el planeta Tierra. Como casi todos los genios tiene rarezas, algunas excusables como la de ser un vegano a la carta –es decir, a la carta del restaurante en el que estemos– y otras menos como la de ser un auténtico talibán en ciertas materias o predilecciones.
Entre estas últimas rarezas, la que más hilaridad me causa es la de pertenecer a la secta de Apple. Todos y cada uno de los gadgets que con regularidad pautada, litúrgica me atrevería a decir, escupe la sede de Cupertino, cuentan con su bendición y se convierten en objeto de culto. Como es una persona a la que quiero muchísimo, y de la que me fío en tecnología más que de nadie, yo mismo acabo por contagiarme de su patología, y no es baladí que el ordenador en el que escribo este artículo sea un Macbook Air, la música en mi casa me la seleccione Siri en mi Homepod y, por supuesto, el móvil desde el que hablo con JD sea un iPhone.
No es necesario que diga que todo el ajuste fino de mi cacharrería, así como su mantenimiento, lo haga JD, generalmente a distancia, desde Bogotá, desde donde dirige nuestra empresa. Procuro ir a visitarle todo lo que puedo, y creo que siempre nos sabe a poco a ambos, pero en mis noches de insomnio debatimos por Whatsapp de todos los temas habidos y por haber, desde el amor hasta Mad Men.
Como no podía ser menos, JD odia todo lo que provenga de Redmond, cuartel general de Microsoft. Ambas empresas son las más grandes del mundo por su capitalización bursátil (1,042 mil millones de dólares de Microsoft frente a 1,017 mil millones de dólares de Apple; o lo que viene a ser lo mismo, una brutalidad equivalente a más de una vez y media el PIB de la economía española). Uno de los demonios particulares de JD es el amigo Bill Gates (Guille Puertas en un español castizo). No hace falta decir que mi querido JD tiene al difunto Steve Jobs como uno de los canonizados en su santoral particular.
Yo, que siempre me he movido mucho más por el contenido que por el continente, por lo que fluye a través de los altavoces, pantallas y teclados, o por el propio tacto, soy mucho más de software que de hardware, en un símil muy simplista –ya estoy viendo la cara de desaprobación de JD al leer esto y su comentario para decirme que Microsoft es, básicamente, la mayor compañía de software del mundo–. Para ser más concretos, me interesa más el texto de Guerra y paz que el formato del libro en el que pueda leer a Tolstoi (cada vez compro más y más libros de segunda mano y el único límite lo marca el tamaño de la letra y mi presbicia).
Hace unos días, en una de esas noches de desvelo, me vi seguidos los tres capítulos biográficos, hagiográficos más bien, que Netflix le ha dedicado a Gates y que llevan por título Inside Bill’s Brain. La miniserie no aporta gran cosa, quiero decir que no revela grandes enigmas acerca de este magnate americano que el 28 de este mes de octubre soplará 64 velas. Su historia es harto conocida y todos sabemos cómo aquel niño prodigio de Seattle se ha convertido en un prohombre con una fortuna de unos 110.000 millones de dólares, y es el amo de la “savia” de casi todos los ordenadores del mundo que no sean aquellos que tienen una manzanita en la tapa.
No quiero apuntarle nada al Papa Francisco, pero Bill Gates se está ganando un puesto, al menos, como beato
William Henry Gates III pasea por el programa deglutiendo cocacolas light y mostrando su voracidad lectora. Comentando jocosamente con JD la serie sobre “Lucifer” Gates, enseguida le aplico una frase sentenciosa: tener éxito no siempre quiere decir ser brillante. Para JD, el éxito de Gates y Paul Allen provino de la torpeza de IBM, más que de la brillantez de los dos estudiantes. Desde luego, es una opinión, un punto de vista, y muy respetable, y más por mí que soy un ignorante en tecnología.
También es obvio que Gates, que aparece en la serie como un rey sin corona, inaccesible, con cara de pocos amigos, incómodo en presencia de su esposa y todas las características de lo que vendríamos a llamar un inadaptado, cuenta con un terrible Complejo de Edipo, que no oculta en ningún momento.
Pero vayamos a los hechos. Bill Gates ha superado todas las trabas de su carrera, incluida la declaración ante el Tribunal Supremo y el Congreso de los EE.UU. Desde el año 2000 no dirige la compañía que fundó y dedica la mayoría de su tiempo a la mayor fundación filantrópica del mundo, la Bill & Melinda Gates Foundation, a la que él solo ha donado 50.000 millones de dólares hasta la fecha, aunque ha prometido donar en vida el 98% de su fortuna.
De hecho, va vendiendo poco a poco sus acciones de Microsoft, de la que ya no es el máximo accionista individual desde 2014, y ahora solo detenta un 3% de los derechos de voto. Además, ha convencido a otros millonarios filántropos como Warren Buffett para que hagan cuantiosas donaciones a su fundación. Según datos de Naciones Unidas, la B&MGF dona cada año al continente africano más dinero que los 28 estados miembros de la Unión Europea. Ahí queda eso.
Yo le he visto cogiendo en brazos a más niños negros harapientos y enfermos que todas la veces que he visto juntas fotografías de los gerifaltes y propietarios de las empresas del Ibex 35 posando junto a animales abatidos en safaris en el mismo continente, y he visto muchísimas fotos de este tipo en los últimos treinta y tantos años. Gates se ha marcado el objetivo de acabar con la malaria (ya lo ha hecho en más de 20 países africanos), la polio (donde se le resiste el norte de Nigeria y el año pasado aún hubo 23 casos), y la diarrea por contagio de bacterias, tan común cuando no hay buenos sistemas sanitarios y alcantarillado.
Será difícil que esto último lo logre en vida pero está dedicando ingentes cantidades de dinero –sí, lo tiene, y podría dedicarlo a hípicas o fincas de caza– y el talento de decenas de las mejores universidades del mundo para lograrlo. No quiero apuntarle nada al Papa Francisco, al que respeto mucho, pero este abuelete con cara de muchacho de Seattle se está ganando un puesto, al menos, como beato. Lástima que Gates sea ateo, Santo Padre.
Coda
Alguna vez, cenando en el Parque de la 93, JD y yo hemos comentado cuán fácil es ver a jóvenes latinoamericanos –y a muchísimos europeos en cualquiera de nuestras ricas ciudades– enfundados en una camiseta del Che Guevara. Ni siquiera en las biografías más laudatorias de este monstruo, como la pretendidamente equilibrada del, por otro lado, magnífico periodista americano Jon Lee Anderson, se escatiman detalles sobre su crueldad infinita, sobre su afición a fusilar él mismo guajiros (campesinos) adolescentes al tomar cada aldea o villorrio de Cuba durante la Revolución, para intimidar a la población.
Llevaría esa afición al arte y vicio en La Cabaña, penal de La Habana donde solía practicar el tiro entre los ojos previo al desayuno antes de ser nombrado ministro de Agricultura por el sátrapa Fidel Castro (otro dictador que murió plácidamente en la cama después de 57 años en la poltrona, no antes de deshacerse del estúpido del Che mandándole a morir a Bolovia) y dividir la zafra de caña de azúcar del país a la mitad con el colectivismo y condenar al hambre a millones de personas, para luego ser gobernador del Banco de Cuba mientras se encamaba y hacía hijos a decenas de cubanas.
A veces, le he dicho a JD que el pobre Bill Gates también tendría el derecho de estar estampado en la camiseta de los adolescentes. Total, él solo padece de un Complejo de Edipo, frente a ser un asesino cool inmortalizado por Robert Capa. JD suele sonreírse… y me lo concede.