Gente tóxica
Tener la voluntad política de influir no es malo. Todo el mundo tiene sus ideas y en democracia poder defender las opiniones libremente es la máxima garantía de la libertad.
El único límite a tener en cuenta es que deben respetarse la verdad y el honor de las personas. Por lo tanto, la influencia puede ejercerse sirviéndose de las técnicas clásicas de venta, de publicidad e incluso de propaganda, acompañándolas con discursos persuasivos y de todo tipo de ejercicios de seducción y de empatía.
Ahora bien, si de lo que se trata es de todo lo contrario, de arrastrar a otros hacia nosotros y nuestras ideas con la manipulación política, ahí cabrían tanto Stalin, Hitler como Jomeini, pero no Martin Luther King, Mandela o Gandhi, puesto que estos últimos se parecen a los primeros como un huevo a una castaña.
Todos los líderes políticos intentan influir sobre nuestra manera de pensar o de actuar. Pero no son los únicos. Periodistas, tertulianos, articulistas, intelectuales, académicos y cualquier otro espécimen que trafique con el lenguaje puede sucumbir al “dilema de Hitler”, que no es otra cosa que incurrir en la manipulación para intentar llevarnos por el camino de la perversión.
Se trata de utlizar el lenguaje como arte de la manipulación política, como mentira difundida a sabiendas para, en primer lugar, ofender, pero también para difamar y destruir el debate y llevar el agua a nuestro molino cueste lo que cueste, tenga las consecuencias que tenga, aún a costa de la convivencia y la paz.
Muchos conflictos del mundo empiezan por ese digamos “malentendido” democrático. La voluntad de influir se convierte entonces en una locura llena de admoniciones y de retazos de rabia escupida con veneno.
Esta semana hemos asistido al festival de la manipulación política en todo su esplendor. La ANC, la entidad privada que ha sido responsable de la organización de las manifestaciones más multitudinarias de los últimos tiempos, se ha convertido en el blanco perfecto de la prensa que hoy está simplemente al servicio del régimen mariano.
Es decir, editoriales sospechosamente coincidentes de periódicos que discrepan en todo lo que no se refiera a Catalunya; reportajes tendenciosos y, sobre todo, distorsión de declaraciones y de las propuestas que la ANC presentó hace unos días para les meses siguientes a la celebración, o no, de la consulta soberanista.
¿Cuál es la intención última de este órdago contra la ANC? Dicen que en los burladeros políticos de Madrid se pide la ilegalización de esta entidad porque sus “oscuras” intenciones no son otras que incitar a la sedición. ¡Delirante!
Lo que está pasando en España con el denominado proceso catalán es decididamente una manipulación. ¿Quién manipula? Como todo el mundo sabe, manipula el que desea vencer a otras personas sin preocuparse de convencerlas.
Se pretende dominar y humillar y si para ello es necesario mentir, pues se miente. Es lo que pasó también esta semana conmigo y un desafortunado artículo de Cristina Fallarás referido a un post en mi blog del día 16 de setiembre de 2013.
Seis meses después de que un servidor publicase un comentario sobre la idea de que en Catalunya existe un pensamiento único impuesto a fuego por los soberanistas, esta escritora de novela negra me acusa de haber fabricado una lista de malos catalanes cuando en realidad digo todo lo contrario.
Una imbecilidad sádica, que cualquiera que sepa leer no puede sostener en serio. Pero la intención de Fallarás no es exponer la verdad, sino manipularla, distorsionarla. Convertirla en una mentira para contribuir al linchamiento de los que pensamos, defendemos y promovemos el derecho de autodeterminación en Catalunya.
Los manipuladores son gente tóxica que persigue provocar reacciones automáticas y deshumanizadas. Quieren convencer a los “suyos” con astucias complacientes para cohesionar al grupo, a “su” grupo, al mismo tiempo que desean esa reacción deshumanizada del adversario, convertido ya en enemigo, para poder justificar machacarlo. En fin, esa gente es mala, malísima, como diría José Agustín Goytisolo, y debería perder la capacidad de intervenir en la vida pública.