Gatillazo catalán y cañonazo andaluz
Una Cataluña miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuánto ignora…y ya no puede igualar. Porque con Madrid tienen la excusa de que es la capital. Pero con Andalucía, ¿Qué excusa hay?
Siempre cuento, como una perla curiosa de mi biografía, que cuando yo tenía sólo 4 añitos de edad, nos fuimos a vivir a Granada. Mi papá, mi mamá y yo. En la época (década de los 70), la familia Grau Arias constituyó un flujo migratorio insólito, decididamente contra corriente: tres catalanes como tres pans de pagès cogiendo el portante para Andalucía, donde mi padre acababa de ser destinado por su empresa (una compañía aseguradora).
Anécdotas tengo para dar y tomar, todas entrañables. Desde las palizas en el Simca blanco de mi padre para ir a ver a mi abuela (3 días de Granada a Arbúcies: mi París-Dakar infantil), hasta la loca alegría de mis progenitores un día que fuimos de excursión y cargaron el maletero del coche hasta los topes de níscalos (rovellons). Ambrosía de los bosques para los catalanes…pero no muy apreciados en Andalucía, en la época por lo menos.
Mi padre, todo ufano, invitó a su jefe a comer a casa y le sirvió una montaña de rovellons, convencido de ganarse la promoción y el cielo. Y el jefe que empieza a sudar y a sudar y a mirarse aquello como si fuese la cabeza del Bautista recién cortada y metida al microondas.
Anécdotas lingüísticas también tengo. El primer día que fui al colegio volví llorando a casa porque no sabía decir “estauta”. Me refería a una “estatua” de la Virgen que las monjas tenían por ahí. Fue todo un vértigo pasar del catalán al granadino sin ni catar el castellano standard.
¡En el cole me llamaban Ana Mari, algo que a nadie más se le ha vuelto a ocurrir! Al principio todo era realismo mágico: una monja me invito muy seria a abandonar momentáneamente el aula porque el periquito se había escapado de su jaula y, según ella, mi extraño acento asustaba al animal y dificultaba su recaptura.
Otro día entramos en una tienda a comprar con mi madre. El niño de la tendera, viendo mis ojos azules y mi manera de hablar, se puso a gritar entusiasmado: “¡Mamá, mamá, han venido unas inglesas!”.
A mí me quedó un fondillo de intimidad y hasta de regodeo con lo andaluz
Mi aventura en Granada duró escasamente dos años, transcurridos los cuales volvimos a cargar el Simca blanco hasta los topes, esta vez dirección Mataró. Pero a mí me quedó un fondillo de intimidad y hasta de regodeo con lo andaluz.
Más que molestarme, siempre me ha herido, herido sinceramente, ver a algunos catalanes hablar de los andaluces con paternalismo y hasta con desprecio, comprando las detestables teorías de que eran vagos, malvividores y hasta “hombres a medio hacer”, como se atrevió a poner por escrito Jordi Pujol.
El mismo Pujol que trotaba por patios y pasillos de la Generalitat detrás de todas las mujeres catalanas en edad fértil para indagar si teníamos novio o marido, si el tal novio o marido era catalán también, y, de darse a la vez todos estos gloriosos requisitos…¡pues a parir catalanets de tres en tres!, poco menos que nos ordenaba.
Qué tiempos cuando un catalán, cualquier catalán, se creía que podía sentirse superior a un andaluz, cualquier andaluz, y quedarse tan pancho.
Obviamente eso requería cierta cerrazón mental (y un cerrojazo grave del espíritu), ignorar las leyes más elementales de lo divino y de lo humano, pasar por ejemplo por alto que sin el importante aporte humano de los desplazados andaluces a la prosperidad catalana, a Cataluña mucho le habría costado crecer como creció (¡también demográficamente, y eso le hacía pupa a Pujol!) en los 60, 70, 80 y hasta 90.
Los esforzados teóricos del mantra del “un sol poble” tuvieron que hacer encajes de bolillos a veces endiablados para conciliar sus prejuicios con aquella arrolladora oleada de lealtad y de salud que venía a entremezclarnos y a mejorarnos.
Pero, por lo menos, en aquellos tiempos el supremacismo catalán podía apoyar su ideario en unas cifras que objetivamente situaban a Cataluña más cerca de la locomotora económica de las Españas, y a Andalucía más cerca del vagón de cola. Era un hecho cierto que Cataluña pitaba más y mejor, y que incluso con un sevillanazo como Felipe González arrellanado lustros y lustros en la Moncloa, el Sur no se le caía de la boca al señor presidente…pero tampoco lo sacaba de pobre. Ya le iba bien así. Hasta que llegó el recambio.
Da qué pensar, aunque no nos guste, que Cataluña saliera del franquismo como los Estados Unidos de la Segunda Guerra Mundial, en términos económicos: es decir, por encima de casi todos los demás, así sea porque casi todos los demás estaban hechos unos zorros.
Da qué pensar, aunque no nos guste, que a medida que ha ido avanzando la democracia, no sólo esa legendaria ventaja de la economía catalana sobre la del resto de España se haya ido esfumando, sino que a día de hoy, hasta se invierta la tendencia.
Empezamos a preguntarnos si no habrá que volver a empezar a emigrar para comer, pero en sentido contrario
Igual que los americanos se asustan de cómo los chinos els passen la mà per la cara, bueno, a los supuestos emprendedores catalanes se les queda el alma de pasta de boniato cuando todos empezamos a preguntarnos si no habrá que volver a empezar a emigrar para comer, pero en sentido contrario. Si las aventuras de mi familia en la Granada de los 70 no habrán sido, después de todo, una visionaria avanzadilla.
Gatillazo catalán frente a cañonazo andaluz. Eso dicen hoy los números, las perspectivas y las promesas. Una Cataluña miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuánto ignora…y ya no puede igualar. Porque con Madrid tienen la excusa de que es la capital. Pero con Andalucía, ¿Qué excusa hay?
Eppur si muove, que diría otra vez el bueno de Galileo…de ellos, de los andaluces. Que de nosotros, de los catalanes, ay de mí, ya no. A este paso aquí pronto nos olvidaremos hasta de cómo coger rovellons. O de cómo hacer un presupuesto decente.