Francesc Cabana: la cara oculta de los Pujol
El profesor Francesc Cabana tuvo en otro tiempo destellos coloniales. Fue consultor del Banco Mundial en la Guinea de Obiang Nguema. Exhibió un toque de elegancia inopinada en la Santa Fe de los Garriga, Esteva o Millet, años después de que el joven Félix, hoy cleptómano del Palau, tocara el saxo en las noches de vino y rosas. Lino de punto en blanco, los Millet i Maristany regentaron ingenios con mano de obra autóctona, mientras los Esteva (hoy dueños del Hotel Omm) se arremolinaban alrededor de Joaquín, director de cine engagé, cazador de elefantes y enemigo acérrimo de Bokassa, el tenebroso comeniños de la República Centroafricana.
Sí, hubo un tiempo más optimista para Cabana. Hoy, en cambio, el cuñado triste del ex honorable finge pobreza endémica y luce una caridad cristiana digna del obispo Casaldàliga. Y es que el problema del nacionalismo es su arranque caritativo ante los excesos mundanos, como si el amor a la patria fuese una jaculatoria válida en cualquier uso. Para ser perdonado, basta con pertenecer al Casal de Montserrat y poner vocecita de curón. Pero Cabana no debería permitírselo. Él fue director general de Banca Catalana, una bomba de relojería a punto de ofrecer su última explosión a manos del periodista Pere Ríos y del fiscal Villarejo, en un libro de inmediata aparición.
En la comisión del Parlament, Cabana despejó dudas: en 1982, los Pujol tenían 180 millones de pesetas en acciones de Banca Catalana, que quedaron reducidos a 180.000 a causa de la operación acordeón (pasaron a valer una peseta por acción). Pero, pasado un tiempo, volvieron a la vida gracias al Banco de Vizcaya, y los Pujol recuperaron unos 130 millones. Eso es todo. Cabana no sabe nada de la herencia del abuelo Florenci, aunque trabajó en la Bolsa de Barcelona, sobre el parqué del salón de contratación de la Casa Llotja de Mar, la joya neogótica, que enriqueció a los arbitrajistas de divisas en los años de la España opaca. No sabe nada. A base de desmemoria ha perdido la legítima: la herencia andorrana y el piso de su suegra (la madre de los Pujol Soley), un balcón sobre el Turo Park que el historiador quería ceder a su hija.
No pudo ser porque llegó el primogénito y mandó vender: Jordi Pujol Ferrusola, a la muerte de su abuela, vendió el piso y repartió las ganancias entre sus hermanos. Y dicen las malas lenguas que los humos del señorito son un capricho de mamá Ferrusola, la florista que engalanaba edificios singulares y llenaba de pitiminí los jardines de la Barcelona sobria inspirada en el paisajismo de Forestier.
Se ha obcecado tras la ruta de Jaume Vicens Vives. Pero su logro no ha sido coronado por el brillo de la Academia, en poder de los Fontana, Nadal, Sudrià y tutti quanti. Cruce de caminos bajo los grandes de la historiografía, Cabana es el hermano humilde. Descendiente vocacional de la Escuela de los Anales; parisino de adopción en busca de los vestigios. Anhela el brillo de la Sorbona, pero persigue sombras. Ha desarrollado parte de su carrera docente en la Universidad Internacional.
Cabana ha publicado casi medio centenar de libros, con momentos de lujo sobre los bancos de familia (Masardà, Riva y García, Jover y otros muchos). Rozó el cielo con su enciclopedia industrial del XIX, (Fábricas y empresarios), acta por acta, papel a papel, hasta configurar el mundo de los agregados microeconómicos que explican la naturaleza de la Catalunya moderna. Ha divulgado la crónica social («Los años del estraperlo«, y «La saga de los algodoneros catalanes«, sirven de muestra) de un mundo en extinción que aloja todavía la huella de la endogamia. Ha practicado el libelo (Madrid y el centralismo: un freno a la economía catalana) y hasta ha tenido tiempo para la ficción (El caballer de Cerdanya; Les catedrals del cotó y Por i diners).
Hace ya mucho de las visitas de Cabana a Pujol en la cárcel de Zaragoza. Eran viajes iniciáticos, seis horas de tren para ver al reo político que sobrevivió a un consejo de guerra de los de entonces. También hace tiempo, demasiado, del caso Banca Catalana, que fue el preámbulo de su dedicación exclusiva a la ciencia histórica y a las letras. Relevó a Oriol Bohigas en la presidencia del Ateneu de Barcelona, el ágora de la calle Canuda, donde el mármol y la madera conviven con el adoquín. Es tan dueño de su templanza como de sus pesquisas. Ha preferido callar sin disimular su nula empatía con el Ferrari Testa Rosa de su sobrino, Jr. Defiende a los suyos con evasivas. Dice que dejó de ser pujolista después de la confesión de su cuñado, «al que ya no recibo con cava». Aunque diga lo contrario, obedece al padre padrone. No sabe nada por saberlo todo. Es la cara oculta de los Pujol.