Filosofía y nuevas tecnologías: ¿reacción o comprensión?

Periferias

Allí donde crece el peligro, crece también la salvación.
Hölderlin

En uno los capítulos recientes de Los Simpsons (fuente inagotable de ejemplos de lo social), Flanders, el beato vecino y amigo de Homer, imparte y dirige un grupo de lecturas de la Biblia: «¡Descarguémonos el sagrado Twitter del señor!». Entre el grupo, uno de los jóvenes macarras de la serie, Jimbo, mantiene su atención gracias a las metáforas tecnológicas que Flanders intercala con las palabras de la Biblia. El joven se aburre, y Flanders, desesperado, intenta mantenerlo en el grupo gritando: «¡ratón, doble-click, Skype, Skype!».

El ejemplo es tan absurdo como la insistencia con la que todos los analistas empiezan los textos en los que pretenden analizar el impacto de las nuevas tecnologías en la humanidad (p. ej.: «es indudable la influencia de las nuevas tecnologías…», etc.), pero ilustra un problema en el seno del pensamiento actual: ¿Es que no somos todavía capaces de enfrentarnos a estas nuevas tecnologías?

El problema tiene multiplicidad de enfoques y su espectro se distribuye entre dos extremos: reacción y condena, o integración y profundización. Por plantear solo dos ejemplos de estos extremos: en la condena, por ejemplo, encontraríamos a Martin Heidegger, quien llegó a comparar los cultivos intensivos con los campos de concentración, o que consideraba que la escritura perdía su esencia al ejercerse en máquinas de escribir (en ambos casos, con respuestas razonadas y que no podemos permitirnos tampoco descartar sin más); en el enfoque que profundiza en las influencias de la tecnología tenemos, por ejemplo, a los defensores de la teoría cyborg, con Donna Haraway como figura señera, y que abogan por una integración definitiva entre humanidad y tecnología, que nos permita trascender la materialidad de nuestros cuerpos y alcanzar así la singularidad (un enfoque también razonado, y que parte de la base de que es indiscernible el punto en el que podemos separar las influencias naturales y tecnológicas en los seres humanos). Flanders simplemente intentaba normalizar el vocabulario de la Biblia, integrarlo al fluido común en el que se mueve la juventud: quizás «Cristo» o «redención» suenen algo más actuales si están en compañía de «Smartphone» o «selfie».

Pero eso no es suficiente. Tal vez una de las cosas que más sorprenden al leer algunos de los breves ensayos de Byung-Chul Han (Seúl, 1959) es la presencia de estas nuevas palabras provenientes del mundo de las tecnologías de la comunicación. He aquí algunos ejemplos: «El neoliberalismo es el capitalismo del me gusta» (en referencia al Like de Facebook); «El smartphone no es solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil. Facebook es la iglesia, la sinagoga global de lo digital«; «El conocimiento absoluto que pretende el Big Data coincide con el desconocimiento absoluto» (todas las citas provienen de Psicopolítica, Herder, 2014).

La clave sería, quizás, saber si Han no está usando aquí la misma estrategia de Ned Flanders, esto es, incluir palabras nuevas y atractivas junto a temas y comentarios ya muy antiguos. Hay, en esa misma pregunta, al menos dos precisiones que la justifican: la primera, es que es efectivamente necesario que cada vez nos encontremos más con estas palabras en los textos de análisis sociológico, filosófico, político, ya que hay todavía demasiado vacío al respecto; la segunda es que hay que reconocer el márketing que hay detrás de estas mismas palabras, que ejercen un cierto efecto llamada que ayuda a la difusión del autor (y ahí reside una interesante paradoja: que las mismas palabras que el autor acabará condenando son, en buena medida, las que atrajeron a las huestes de lectores hasta sus líneas, incluso para leer algo que no difiere mucho de las reflexiones heideggerianas sobre la técnica de hace casi cincuenta años).  

Es verdaderamente difícil encontrar autores que puedan escapar del aroma reaccionario que suele acompañar las reflexiones filosóficas sobre las tecnologías (véase Bauman, Giddens, Beck o Riechmann, para dar un ejemplo nacional). Han no puede escapar de esta tendencia, quizás debido a la excesiva influencia del pensamiento –y condena– heideggerianos sobre la técnica. Así, en sus libros no encontramos ni siquiera un enfoque algo más abierto con respecto a las tecnologías que están transformando nuestro mundo y la forma en que nos relacionamos y vivimos. Por supuesto, ello no quiere decir que sus reflexiones estén invalidadas, al contrario, toda la contextualización política que Han desarrolla, continuando las reflexiones de Foucault y Deleuze sobre las sociedades disciplinarias y de control son válidas y estimulantes para comprender y criticar el funcionamiento del capitalismo actual.

Sin embargo, Han reproduce un error que trajo de cabeza a Foucault, que siempre fue muy sensible a las críticas a sus obras: ser un hábil crítico del poder, tan hábil que sus propios escritos no ofrezcan escapatoria alguna. Foucault encontró un vértice en el poder que él mismo teorizó, y llegó a afirmar, en una proposición agónica, que «Donde hay poder, hay resistencia» (solo ese resquicio nos queda, una especie de reacción dependiente del estado actual del poder, poco o difícil lugar para el surgimiento del acontecimiento).

Las propuestas de Han en este sentido –pero habría que encontrarle un nombre más adecuado a ese «sentido»– pasan por la contraposición. Por ejemplo, frente a un mundo Smart, un mundo híper-memorístico (que quizás aliviaría las penas del bueno de Funes que Borges dijo haber conocido) y de la rapidez y actualización constantes, Han sugiere el idiotismo y la lentitud, buscando en los sentidos más abandonados de ambas palabras la justificación para no investigar en profundidad el atolladero ante el que nos sitúan estas tecnologías.  
 
Nuevamente, la cuestión es antigua, tanto como la filosofía. Ya en el Fedro Platón hacía contar a Sócrates la historia de la condena de la escritura: el dios Theuth presenta al dios supremo Thamus su invención: los caracteres de la escritura, remedio (phármakon) para la memoria de los egipcios, que ahora podrán aprender a escribir el idioma que solo saben hablar. Thamus responde contrariado que esa invención es, precisamente, un veneno (phármakon) para la memoria de los egipcios, pues ahora ya no aprenderán nada de memoria, y todo discurso lo remitirán a una «memoria externa», demasiado fácil de reproducir.

Más allá del interesante debate que esto suscita, por ejemplo, en términos de poder (el dios Thamus presentaba al habla pura, independiente de la escritura, que socavaba su autoridad y lo volvía incompleto, impuro, ya que en adelante el habla siempre necesitará de la escritura), Platón mismo, como supo mostrar Derrida en La farmacia de Platón, no sabía muy bien qué decir sobre esta «tecnología» de la escritura. Por boca de Sócrates y del dios Thamus, Platón condena la escritura, incluso a pesar de haber acertado al calificarla con una palabra que, en griego, significaba ambas cosas: veneno o remedio (phármakon).

Derrida expone la parte quizás más interesante del debate, y es la capacidad deconstructiva, o deslegitimadora si preferimos, de mostrar la incompletud de determinados elementos que entendemos únicamente desde una perspectiva: si el habla ya no es algo puro e independiente, sino que debe ser suplementado por la escritura, su autoridad queda debilitada. Tal vez la reacción de Han a las nuevas tecnologías tenga algo que ver con este miedo que sintió Platón ante la suplementariedad de la escritura, y es que en el momento en que la tecnología se vuelve un suplemento para nosotros ya no hay vuelta atrás. Y ello rompe con muchos de los grandes mitos del pensamiento occidental, tal vez Han esté simplemente intentando salvarlos, incluso a pesar de que sabe que eso es ya imposible (y que todo encierro en este sentido termina en el ridículo, igual que Platón condenando lo que permitió que su obra trascendiese el tiempo y el espacio, algo que, según hacía decir a Sócrates, le parecía aberrante).

«Nos equivocaríamos de lleno si considerásemos que la única actitud segura ante la suplementariedad que ya vivimos con la tecnología es el rechazo y la condena (igual de peligrosa sería una aceptación incondicional, en la que no medie reflexión ni crítica). Si pensamos que el encierro y la reacción podrán salvar los últimos muebles del siglo XX, lo único que lograremos será encerrarnos en arcaísmos que, con el tiempo, nos parecerán ridículos. La única forma de mantenernos tan vigilantes como abiertos a la reflexión es asumir la ambivalencia en la que nos encontramos, solo así podremos saber, en algún momento, si hemos tomado un veneno o un remedio«

Santiago Caneda Lowry es  sociólogo, doctorando en filosofía por la UNED y miembro del seminario de investigación permanente Decontra