Fidel, elegante y cruel: así lo conocí

No recuerdo bien la fecha, por entonces era un niño y la persistente memoria de mi madre tampoco fija el día exacto. No tiene mayor importancia. Sería por el año 1975 o 1976. Tal vez 1977. Me encontraba yo con mis amigos de fechorías en el pequeño balcón de mi casa en Alamar, a 12 km al este de La Habana y localidad, por entonces, modelo de la nueva sociedad en construcción.

Nuestra casa era un edificio de apartamentos habitado por gentes corrientes, como yo. La diferencia era que yo tenía pasaporte y no era el mismo que el de ellos, si lo hubiesen llegado a tener. La casa estaba frente a la escuela Salvador Allende donde presidentes e ilustres visitantes a la Isla eran llevados de visita. Allí vi de cerca, y hasta marché delante de alguno de ellos: Yasir Arafat, Julius. K. Nyerere, o Houari Boumédiène (quien por cierto dio lugar a una generación de cubanos con el mismo nombre), entre otros.

Vestido de pionero, con mis pantalones cortos granate, camisa blanca y pañuelo rojo al cuello se entonaba el himno nacional. Algo que siempre he creído absurdo, egocéntrico y enardecedor de nacionalismos, que bajo diferentes mantos es utilizado como la llamada del lobo. Y al final de la serenata bajo un tórrido sol tropical, cómo no, se cerraba la sesión de canto con un estruendoso «Pioneros por el comunismo, seremos como el Ché». Ese que un día se fue, y no se sabe bien si por voluntad propia o por voluntad divina de un mortal elevado a la categoría suprema. Hoy mortal de carne y hueso; tal vez inherente al tiempo en lo espiritual. Las religiones saben mucho de eso, y no sólo las que llevan al paraíso, también las que prometen Shangri-la.

Pero volvamos al pequeño balcón de mi casa. Allí estábamos mis amigos y yo cuando de pronto apareció él. Si, él. No hay otro más. Sólo hay un él. Era él. Todos salimos corriendo a su encuentro, y en la explanada de la fabrica textil (también de obligada visita para los ilustres visitantes extranjeros) frente a nuestras casas nos topamos con él. Fidel Castro. Con la naturalidad de quién se sabe idolatrado, nos tendió la mano y empezamos a jugar a fútbol con una pelota que nos habían traído mis abuelos de visita en la isla. Pelota que al dejar la isla unos pocos años después regalamos como preciado tesoro de valor incalculable junto a comics del Pato Donald, algunas revistas Dunia de mi madre y un par de chicles que nunca me atrevía a masticar por no gastarlos.

Fidel era elegante y cruel. Afable en el trato y beligerante en la política. Su magnetismo e incombustible presencia cautivaba. Seguro. Talentoso. Voraz. Hábil. Fidel nos cautivó en vivo y en directo, porque en off lo hacía todos los días en la escuela junto al resto de los héroes de la revolución. Discos de vinilo nos lo recordaban constantemente. Por mucho tiempo seguimos, mis amigos y yo, jugando en la explanada de la textil por si otra vez él aparecía. Eso sí, jugábamos al beisbol que el fútbol no tiene condición divina en la isla. El elefante verde y barbudo volvió, siempre y constante, pero no a la explanada sino a cada hogar cubano. Todos los días, y su extensión en la tierra de los mortales, los CDR (Comité de Defensa de la Revolución), velaban por ello.

Mi padre solía decir que en Cuba la gente no era comunista, sino que era fidelista. Una religión donde el martirio lo produce el amado a sus seguidores. Donde el amado no se sacrifica y sí sacrifica al resto, a la manada. Y estos siguen al guía sin otro remedio que la redención en el trabajo del amor obligado. No sé si mi padre estaba en lo cierto, pero a tiempo despertó. Gracias a mi madre también que siempre estuvo despierta y junto a él, sin por ello renunciar ambos a la justicia, igualdad y dignidad que a cada uno nos corresponde como derecho.

Leo y escucho hasta la saciedad a comentaristas, analistas y políticos, y hasta algún que otro premio nobel amante del liberalismo que la historia juzgará a Fidel. Fácil, pobre y tardío. La historia ya ha juzgado a Fidel. Sus detractores dictaron sentencia hace años. Sus defensores lo liberan de toda culpa y mal. Los menos arriesgados tienden puentes para no salpicarse creyendo así evitar mancharse. El presente inmediato y el futuro venidero nos dirán lo acertado o no de los veredictos. Post mortem auctoris.

Más allá de controversias, que siempre despertó, y lo seguirá haciendo por un buen tiempo, Fidel Castro es una figura central sin la cuál la historia de los últimos 60 años de la humanidad sería difícil de explicar. De entender. Y de la mía personalmente, sin lugar a dudas. Su talla humanística (valores no siempre aplicados en toda su extensión), su visión política y estratégica, su liderazgo y generosidad, junto a su tiranía y narcisismo hacen de él una figura irrepetible.

Más allá de las luces y las sombras que su personaje pueda despertar el mundo se queda falto de la luminosidad de pensamiento y acción que tuvo Fidel. Del sentido de la historia y el valor de confrontarla. Lástima que no alumbrase a todos por igual, aún así en Cuba hay cobertura sanitaria gratuita y de alta calidad, niveles educativos envidiables y nadie se muere de hambre. Eso sí, el amo es el amo, y en la hacienda solo hay un dueño. Fidel. América Latina sigue aún más oscura: la región del mundo con mayores desigualdades entre ricos y pobres.

Fidel parece haberse ido. No se si aparecerá otra vez en la explanada de la textil, yo ya no estoy ahí para verlo. El fútbol me desgana. Pero no dejo de mirar por la ventana para ver si el día amanece.

(Diego Guerrero Oris nació en Montevideo (Uruguay). Hijo de exiliados políticos, entre 1971 y 1978 vivió en Chile, Francia y Cuba. Desde 1978 reside en España. Licenciado en Historia y Geografía, y Ciencias Políticas, ha trabajado durante más de 20 años en cooperación internacional con varios organizaciones como Médicos Sin Fronteras y  Naciones Unidas. Actualmente es Consultor y Analista independiente).