Fernández Díaz y el futuro de la investigación criminal
En estas mismas páginas de Economía Digital leíamos hace pocos días que el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, habría utilizado los servicios de la Oficina Antifraude Catalana para «inculpar a dirigentes soberanistas».
Tal como se explicaba en esta publicación y en otros medios, unas grabaciones registraban supuestas conversaciones entre él y Daniel de Alfonso (director del citado organismo) de las que se infería que ambos escudriñaban irregularidades financieras para desprestigiar a destacados personajes independentistas con ocasión de la consulta secesionista del 9N.
O sea, que dos altos dignatarios estarían valiéndose de los recursos públicos para buscar los trapos sucios de rivales políticos. Es más, algunos interpretaron que pretendían fabricar pruebas falsas, es decir, lo que se conoce en terminología anglosajona como to frame o «empapelar» a un inocente. El escándalo fue descomunal, tanto es así que hubo quién pidió la cabeza del señor ministro.
Pero, sotto voce, a más de uno no le parecieron del todo mal semejantes movimientos siempre, claro está, que no se mintiese, que no se inventasen nada. Si había suciedad, pues a destaparla. Y, si de paso se arruinaba la carrera de algunos sujetos poco recomendables, miel sobre hojuelas. Ellos se lo habían buscado.
En efecto, preguntémonos, ¿tan reprobable fue la conducta del señor ministro? No olvidemos que los medios púbicos están para luchar contra el fraude u otras formas de ilegalidad, ya sean criminales o meramente administrativas. Interesarse por el pasado de algunos personajes díscolos, en principio, no sería una conducta reprobable, ni moral, ni política ni jurídicamente. ¿O sí?
He aquí una cuestión de no poca importancia. En el incierto panorama electoral que se abre, tras las históricas elecciones que se acaban de celebrar, tenemos el deber de marcar límites a nuestros futuros gobernantes. ¿Hasta dónde está autorizado el Estado para investigar sus ciudadanos?
El dilema tiene mucho que ver con la «investigación criminal», esto es, la actividad para indagar la comisión del delito, para descubrir a los responsables de robos, asesinatos, estafas o cualesquiera otros actos punibles.
Hoy por hoy, en nuestro país, son los jueces quienes dirigen la investigación criminal mediante el proceso penal. Sin embargo, la mayoría de los partidos políticos aspiran a que sean los fiscales quienes en lo sucesivo se encarguen de impartir órdenes a las fuerzas policiales en la lucha contra la delincuencia.
Y, sobre todo, que la fase estrictamente indagatoria, es decir el aspecto «detectivesco» de la investigación, no sea materia procesal; que se desarrolle fuera de los juzgados; en definitiva, que sea una tarea más administrativa que jurisdiccional. Los jueces, entonces, pasarían a un segundo plano asumiendo el papel de controladores o garantes, pero nunca el de investigadores.
Como vemos, emergen significativos paralelismos con la labor de la mencionada Oficina Antifraude, ente creado por el Parlamento catalán durante la época del tripartito y que, pese a proclamar su desconexión del Gobierno, sí que depende del legislativo autonómico.
El futuro «fiscal investigador» que acarician algunos sería algo similar, id est, a una estructura alejada, pero no separada del poder político. Gozaría de «autonomía» pero no de «independencia», tal como sí se les reconoce a los actuales magistrados investigadores. Y es que, al fin y al cabo, su objetivo, a la postre, sería ejecutar la «política criminal» del Ejecutivo.
Si aceptamos esta ideología, nada habría que censurar al señor ministro. Estaría haciendo «política criminal». No perdamos de vista que nadie ha demostrado, tal como sugerían malas lenguas, que estuviese incitando a falsear pruebas. Solo investigaba. Nada más.
Eso sí, no de manera neutral, sino comprometidamente, o como alardeaba años a algún fiscal, «manchándose la toga con el polvo de camino». No es de extrañar que tan polvorientas palabras se pronunciasen con ocasión del terrorismo de ETA. Y es que hay materias en que el Derecho cede ante la Política.
Si seguimos adentrándonos por este sucio sendero, no habría que escandalizarse si el Ministerio Público no acusó en el caso de la Infanta pues, otra vez, estaría ejecutando la «política criminal» del Gobierno.
Lo malo es que, si comulgamos con estas ruedas de molino, ninguno estaremos a salvo. Nadie nos garantiza que un día u otro, el señor ministro o cualquier otro preboste político, no vaya a «interesarse» por nuestra vida privada, por si aparece algo escondido. Y a nuestras espaldas. No perdamos de vista que semejantes investigaciones no son procesales, no se desarrollan en los juzgados, sino que su naturaleza es predominantemente administrativa.
Ha llegado la hora de marcar líneas rojas a los futuros gobernantes. Cualquier investigación criminal ha de ser objetiva, independiente, imparcial y conducida por una autoridad inamovible. Más aun, desligada enteramente del poder político, ya sea el Ejecutivo, el Legislativo o cualquier otro. En la actualidad únicamente los jueces reúnen tales características.
Pero a muchos les bastará una solución cosmética, que investiguen unos fiscales «autónomos», distanciados, pero no desconectados de la política. Pues bien, entonces, quienes carezcan de padrinos en las altas esferas, tendrán motivos para el temor.