Felix Millet, los silencios del saxofonista de Fernando Poo
El África catalana: la de los safaris de los hermanos Rubió i Tudurí; la de Guinea, antes de Obiang Nguema; la de Tánger, en el periplo financiero de Andreu Abelló, Florenci Pujol (el padre del ex president Jordi Pujol) y su amigo, el judío Tanenbaun; la del último gran cazador blanco, Juan Luís Óliva de Suelves, arqueólogo e ingeniero barcelonés; o la del malogrado Jacinto Esteban, el cinéfilo que levantó una Arcadia de espaldas a Jean-Bedel Bokassa, aquel ex capitán del ejercito francés, sátrapa y emperador coronado de la República Centroafricana.
Todas estas áfricas son la misma. Todas están en una, la que concentró el sueño colonial después de Cuba y Filipinas. En menos de cinco décadas, nació y murió la naviera del primer marqués de Comillas y, justo en las postrimerías de los correos transatlánticos, Fernando Poo y Santa Isabel se poblaron de negocios prósperos. Fue un tiempo de tapices en los zaguanes, caobas en los despachos y linos en los salones. Allí se forjó la educación sentimental del ciudadano Fèlix Millet, el centro del caso Palau, un afanador ávido, que ha burlado las fianzas judiciales y ha driblado los avales, tres años después de distraer la caja fuerte del Orfeo Català. Su inclinación por los billetes de 500 euros ha acabado por arrinconar a su propio socio, Jordi Montull, que hace pocos días fue objeto del último registro domiciliar, practicado por efectivos policiales.
Nadie lo reconoce, pero estos billetes de banco llenaron no hace tanto los bolsillos de solistas y compositores, que aceptaban contratos del Palau gratificados con un generoso tramo en dinero B. La cleptomanía se contagia. Es una gripe mutante de la que muy pronto tendremos nuevas versiones, muy a pesar del silencio cómplice practicado por algunos vocales de la Fundación Palau de la Música que navegaron con Millet, que afirmaron desconocer sus tejemanejes, que le inculparon sin remilgos y que han participado sin vergüenza en la refundación de la marca.
Millet vivió una juventud dorada en la Guinea Ecuatorial del general Villegas, director de Plazas y Provincias Africanas, bajo el bastión de la Subsecretaria de Luis Carrero Blanco, número dos de Franco y conseguidor afincado en la colonia. Carrero se entendió bien con los Millet, especialmente con el padre del encausado, Fèlix Millet i Maristany, presidente del Banco Popular, el de los Valls Taberner. En sus mejores años, el banquero y fundador de Omnium Cultural tuvo de letrado a Josep Benet i Morell, ex senador, miembro de la Comisión Abad Oliva, historiador romántico, intelectual de referencia y autor del célebre Maragall i la Setmana Tràgica, admirado por divergentes tan marcados, como Claudi Ametlla y Josep Pla. El encuentro entre la toga y el negocio ha sido una tradición del catalanismo político; mucho antes de Benet, esta misma querencia recaló en Bonaventura Aribau, autor de Oda a la pàtria, taquígrafo, proteccionista y letrado en el Madrid del ochocientos, como hombre de confianza de la casa de comercio de Gaspar de Remisa.
En la Guinea del medio siglo XX hicieron fortuna los ingenios. Carrero otorgaba fincas, los nativos trabajaban gratis y España, metrópoli rediviva, importaba productos africanos a precios subvencionados. El sifón y el Campari amenizaban los atardeceres. La música del grupo Banana Boys convirtió entonces a Fèlix Millet en un exitoso saxofonista. Había estudiado en los Jesuitas y en las aulas del Virtelia (la escuela de Pujol, Roca o Maragall, uno de los centros Cepec, como Costa i Llobera, Lietania o Talita), la avanzadilla de lo que años más tarde sería Aula, el crisol adocenado de una clase dirigente (a la que pertenece Artur Mas), menos canapé y más austera que la anterior.
Millet recorrió el trópico en el sentido bíblico del término. En su cosmogonía reinan el ocio y el dinero opaco, a poder ser, ajeno. Nunca ha olvidado que la política es el genio de la lámpara necesitado de recursos. De ahí su relación con la Fundación Trias Fargas, la actual CatDem, un órgano vinculado a Convergència y dirigido por el historiador Agustí Colomines, cuyas recientes manifestaciones (“si se demuestra que hubo financiación irregular de CDC, a través del Palau, me voy del cargo”) han roto el silencio del partido del Govern y de sus antecesores en este mismo patronato, Antoni Vives y Vicens Villatoro, actual director del Institut Ramon Llull. Si Colomines es consecuente, su salida está cantada desde el momento en que uno de los proveedores de la fundación afirmó haber entregado una cantidad destinada a CDC y un reciente informe policial apunta indicios suficientes de que, desde el Palau, se transferían aportaciones al partido que gobierna Catalunya.
La urdimbre de Millet –un mix de economía, cultura y política– es una fuente inagotable de recursos. Actúa como el gran promotor de las tangentes. Un familiar suyo, Francesc Millet, ex alcalde de Santa Isabel durante la Dictadura de Primo de Ribera, organizó la primera corrida de toros en el África subsahariana. El edil, que había sido un alto cargo de la Transatlántica, frecuentó puertos dramáticamente exóticos en Cabo Verde y conoció a Carrero Blanco cuando éste llegó por primera vez a la colonia con aliño de almirante hermético, blandiendo misa y comunión diarias.
Millet ha seguido en parte la tradición de Don Tancredo, a medio camino entre la figura gatopardiana y la estatua de sal de tradición tauromáquica. Hace mucho y habla poco. Se siente parte de las cien familias que mueven el cotarro y que hoy se han instalado por inercia en el vagón de la independencia. Él calla y quien calla otorga. Nunca ha cantado ni cantará. Ha sabido tejer redes, en la colonia, en su cortijo veraniego de l’Ametlla del Vallès (pasto de recalificaciones urbanísticas sin fin) o en el Palau, inexplicable herencia dinástica de su abuelo, el fundador; inexplicable en un Estado de Derecho.
Nacido hace un siglo del ahorro popular, el Palau de la Música ha sido desfigurado en los últimos años por el fund rising, que atrapó la financiación de Iberia, Caja Madrid, Repsol o Ferrovial. Millet desvió el dinero pero, al ser cazado, supo confesar su delito durante la venia concedida por un juez instructor al penalista Pau Molins. Es sobre todo un hombre de honor, aunque, en su caso, el honor sea la infausta sede del silencio cómplice. Se decantó fatalmente por la cerámica de Lladró, la sobremesa de Indret y la función dominical de San Gregorio Taumaturgo. Tiene el estigma de la colonia, la desmesura del Trópico de Cáncer, que convierte en excesivo todo lo que toca.