Feijóo: de paseo a La Moncloa, nada

Avaro de su propia proyección, Feijóo tenía que haberse reservado, dosificado, alejado de la espuma del día a día y de los protagonismos efímeros

Parecía un paseo, o una espléndida ascensión en globo aerostático, pero no. Alberto Núñez Feijóo tendrá que sudar, y mucho, si quiere llegar a La Moncloa dentro de un año o poco más. ¿Cuál ha sido su error? Mostrarse, moverse, salir a campo abierto, aceptar e incluso buscar el cuerpo a cuerpo con Pedro Sánchez.

Como bien sabían los antiguos egipcios, las esfinges duran siempre. Como nos han enseñado los cristianos ortodoxos, los iconos, con su hierático mutismo, son depositarios de las más dispares esperanzas. Pero no, el líder que parecía pausado, lento, seguro, determinado, invencible, arrollador implacable como una apisonadora, se ha impacientado y ha bajado a la arena como el emperador Cómodo en la película Gladiator. Pues vaya, si había que imitarlo, mejor esperar a ser coronado que arriesgar tanto antes de alcanzar el poder.

Todo lo demás viene de ese error sobrevenido. Mientras apoyaba a los dos dirigentes regionales con más proyección, Isabel Díaz Ayuso y Juanma Moreno, mientras no se entrometía en el día a día, mientras se limitaba a pedir a los votantes socialistas de centro que por una vez y dada la situación de emergencia, votaran al PP, Feijóo ascendía.

En cuanto se ha bajado del pedestal y, no contento con liderar el laberíntico y peligroso día a día de Génova, ha mostrado su vulnerabilidad al desenvainado la espada dialéctica en doble y singular combate contra Pedro Sánchez en el Senado. Cuando arrecia el oleaje, cuando un país entero se ve o se cree amenazado de hundirse, el liderazgo se ejerce como tabla de salvación. No como almirante que conoce el rumbo a tomar mejor que nadie.

Avaro de su propia proyección, Feijóo tenía que haberse reservado, dosificado, alejado de la espuma del día a día y de los protagonismos efímeros. Podía haber aprendido tanto de Aznar como de Rajoy. Que sus capitanes, sus Álvarez, sus Arenas, sus Sorayas, sus Montoros, propinaran los mandobles, recibieran las heridas, se quemaran o se ganaran la plaza con méritos probados y no supuestos. Pero no. En vez de construir equipo, en vez de procurarse por lo menos un jabalí que embista y un negociador desconfiado y perspicaz, el presidente de los populares se propuso encarnar en solitario todos los papeles del clásico reparto.

La explicación de tamaño error está en lo que fuera hábito de mandarlo todo y sobre todo, contraído durante el largo y tranquilo reinado de taifas en Galicia. Hábito que con el cambio de escala se convierte en vicio. En lejana y brumosa Galicia nadie tosía al presidente, nadie osaba tomar una decisión o dar un paso sin contar con su beneplácito, pero en Madrid, ¡ay, lo que hierve Madrid!

Ejemplo, las negociaciones sobre el CGPJ. Se han revelado a la postre como una trampa tendida desde Moncloa. Que si vamos a negociar, siempre bajo amenaza desde el Gobierno y su mayoría de saltarse lo convenido y legislado. Que si traemos al comisario europeo para aparentar ser buenos chicos. Que si el líder de la oposición debe demostrar que es un centrista capaz de alcanzar acuerdos, además de predicar su necesidad. Añadan lo que gusten.

Un líder de la oposición desconfiado, y Sánchez ha dado tantas o más razones que sus predecesores para recelar, hubiera obrado del siguiente modo. Primero, mostrando su disposición con ciertas e irrenunciables condiciones, entre ellas un plazo, una fecha límite. Segundo, mandando negociadores y exigiendo discreción, secreto máximo sobre los puntos más delicados. Y tercero, absteniéndose de todo encuentro o roce con Sánchez sobre la materia, y de toda muestra pública de sus impresiones, hasta que el acuerdo estuviera redactado en todos sus extremos y solamente faltara la firma de ambos.

Tiene tiempo de rectificar, por lo menos en la parte del equipo de gladiadores, pero es dudoso que pueda rehacer su imagen de esfinge.

Es entonces, no antes, cuando había que salir en la foto. Si Feijóo se hubiera reservado, si no hubieran los suyos confirmado las afirmaciones de Félix Bolaños sobre un pacto ya cerrado, no habría tenido que cargar ni con el trágala de la reforma de la sedición ni con el sambenito de dar marcha atrás en el último minuto y verse acusado de ceder a las presiones de sus extremistas, en vez de liderar.

Si Sánchez hubiera querido la foto, acuerdo habría. Le bastaba con dejar lo de la sedición en la ambigüedad, a la que ha vuelto y en la que probablemente seguirá durante un tiempo, en vez de espetarle que ya era como quien dice cosa hecha, obligándole así a una ruptura radical que Feijóo ni deseaba ni esperaba.

Mientras lamenta haber bajado tanto la guardia, lame su profunda herida e intenta no sufrir otra sin abandonar el centro a merced de su rival, no estaría mal que en vez de confundir un título de Orwell, 1984, con el año en el que según él fue escrito, cuando el escritor menos propenso a ser citado por derecha alguna llevaba muerto más de 30, le convendría leer y aprender, a poder ser de memoria, un pequeño pero imprescindible manual del cardenal Mazzarino, titulado Breviario de los políticos. Breviario brevísimo, que condensa en pocas páginas todo lo que hay que saber para conducirse sigilosamente y llevar a los demás, sin que siquiera lo sospechen, por donde a uno le convenga.

Tiene tiempo de rectificar, por lo menos en la parte del equipo de gladiadores, pero es dudoso que pueda rehacer su imagen de esfinge, icono y a la par tabla de salvación para una España en zozobra. Cuando, sin que nadie te haya empujado, te precipitas del pedestal, ya no hay manera de encaramarte a él.

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