Euskadi, indiferente frente a Cataluña
Hay quien piensa que se trata de una carrera de relevos. Durante los años duros del terrorismo de ETA, Euskadi sufría una pulsión independentista en medio de una sociedad atenazada por el miedo. No ser abertzale –concepto de patriota en euskera, referido a los vascos con pedigrí que no querían ser españoles- era, en muchos casos, una necesidad de supervivencia cuando eran asesinados los militantes del PSOE y del PP por no ser auténticos vascos en la nomenclatura de ETA.
Ahora, después de cuatro años sin muertos, la sociedad vasca recupera la normalidad y se disocia de la idea de una Euskadi independiente. Lo dicen los barómetros de las encuestas sistemáticas. La mayoría de los vascos ahora, incluidos los simpatizantes del PNV, se sienten cómodos con la Hacienda Foral, con el sistema educativo que ha afianzado el Euskera como lengua propia y ni siquiera reclaman la renovación del Estatuto de Gernika.
Mientras ETA existió, sin que se pueda demostrar científicamente la relación causa efecto, la sociedad catalana estaba conforme con influir en los gobiernos de España y sacaba rédito de las mejoras fiscales y de inversión en la negociación con los sucesivos gobiernos de Madrid. En aquellos tiempos, no solo no había tensión secesionista relevante sino que ni siquiera había entusiasmo en la exigencia y votación de un nuevos estatuto.
Sería prolijo e inútil sistematizar ahora las causas de la eclosión de sentimientos independentistas en Cataluña. Mientras en Euskadi, los datos económicos y la gestión de los servicios públicos son mejores que la media nacional, al igual que los índices de paro, en Cataluña esa dialéctica se reduce a la explotación de la idea del expolio español, utilizando convenientemente las balanzas fiscales. Los últimos gobiernos de la Generalitat han conseguido ocultar sus políticas de recortes, los numerosos casos de corrupción y toda la acción política institucional se reduce a la ensoñación de la independencia.
Espero en San Sebastián los resultados del 27-N. Es una ciudad con glamour renovado, moderna, cosmopolita y abierta culturalmente. El año que viene será capital europea de la cultura. Hoy cierra sus puertas el festival de cine internacional, y la ciudad se ha volcado con este evento internacional. Los cronistas dicen que en la alfombra roja del reluciente Kursal, que es la sede del festival, hay más glamour que en los premios Goya.
No hay tensión política. Caminar por la parte vieja de San Sebastián esquivando a los numerosos turistas es un plácido ejercicio gastronómico. Los ciudadanos trabajan con esa precisión que hizo famosos a los vascos en sus empresas. Se podría decir que Euskadi ha tomado el relevo a Cataluña en sus necesidades de una sociedad eficiente, sin tensiones y mirando al futuro sin ansiedad y con optimismo.
Este oficio de periodista, frente a lo que consideran la mayor parte de los empresarios del sector, permite que la experiencia riegue generosamente la capacidad de percepción del analista. En los años que viajar a Cataluña era un delicioso ejercicio de contemplación de modernidad y eurupeismo, de compaginación de lo propio y lo común, Euskadi era un reducto en cierto modo tenebroso, en donde el aislamiento era un peligro permanente. Ahora se ha cambiado las tornas.
Hay una percepción fatalista de lo español como la tentación permanente de potenciar los conflictos. La sombra de nuestra historia sigue siendo demasiado alargada y aplastante. Después del innegable proceso de modernización e internacionalización de la sociedad durante la Transición, pudiera pensarse que los éxitos como país nos asustan y tenemos que buscar desesperadamente un conflicto que nos paralice.
He estado hace poco en Cataluña. Y paseando por las calles de Girona y Barcelona, no he conseguido explicarme la naturaleza del problema que nos ocupa. Mis amigos están confundidos, en una mixtura entre los que sin tener origen nacionalista están entusiasmados con la secesión y quienes se callan para no verse inmiscuidos en el conflicto.
Tengo la secreta esperanza de que otro sector de la sociedad española coja el relevo en esta carrera por crear tensiones donde no las hay y Cataluña acomode a sus ciudadanos en una relación sostenible con el resto de España. Creo que puede ocurrir como ha sucedido en Euskadi, donde la preocupación por la prosperidad entierre las amenazas y las tensiones. Porque creerse que la independencia es el bálsamo de Fierabrás que soluciona todos los conflictos es tan ingenuo como haber pensado que una organización terrorista puede ser el estandarte de la paz.