Europa no pagará la factura de España
Este Gobierno no da para más, se halla en una lenta agonía que pagaremos todos. Y Europa no va a equivocarse una segunda vez
“Esto – nos dijo Jordi Pujol a un reducido grupo de dirigentes de la desaparecida CDC – sólo es capaz de obtenerlo un andaluz listo, rápido y convincente”. El “esto” era la morterada de millones de marcos alemanes con que la Unión Europea obsequió a España en tiempos del canciller Helmut Kohl; el “quién” fue Felipe González. En medio, no lo olvidemos, la jugada maestra del gobierno español de apoyar y reconocer de inmediato la unidad de una Alemania resultante de la caída del muro de Berlín.
Sin embargo, aquella lluvia de dinero fácil, sin la obligación de pagar los intereses devengados y sin la obligación de retornarlo, no fue aprovechado debidamente por España ni aún menos por las CCAA con menos recursos. Fue la aplicación calcada de «con lo que no cuesta, lleno la cesta”, como se halla en el refranero castellano. En otras palabras, se invirtieron en aquello que le gusta al pueblo (y al gobernante de turno para ganar votos) y no en aquello que sustenta económicamente al pueblo. Un error mayúsculo de la izquierda que prosiguió con la derecha de José María Aznar.
Siendo presidente por parte española del grupo interparlamentario Congreso de los Diputados- Bundestag, y hallándonos en Berlín (1999), todos los portavoces parlamentarios nos lo echaron en cara sin ningún miramiento. Todos ellos conocían diversas zonas geográficas españolas y más de tres tenían su residencia de verano en la costa mediterránea.
El “ustedes tienen mejores carreteras que nosotros, que fuimos quienes se las pagamos, y con un tráfico inversamente proporcional al gasto realizado” nos fue vapuleando sin parar. Lo peor de todo es que tenían razón. Mucha infraestructura infrautilizada; poco o nada invertido en sectores productivos. Desfachatez española; engaño para los líderes políticos alemanes. El ministro de Exteriores hizo lo mismo: leña al mono.
Cuando nos cayó encima la crisis económica del 2008, haciéndose José Luis Rodríguez Zapatero el sordo, el ciego y el mudo – este último era su mote en el parlamento español antes de llegar a la secretaria general del PSOE, lo que dice mucho de sus méritos-, el BCE nos tenía focalizados.
Fue con Mariano Rajoy cuando se disipó el temor a una voladura económica incontrolada de España. Es cierto que vinieron los “hombres de negro”, pero más cierto es que el gobierno del PP medio arregló la economía española a base de seguir el dictado del BCE y aplicar las fórmulas alemanas de contención del gasto público y de modificación de las reglas contractuales en el ámbito laboral. Flotamos, de nuevo. Empezaba a salir el sol cuando una colación rara-rarilla, inaudita, expulsó al PP del gobierno.
Cuando Pedro Sánchez ganó por la vía de las urnas, Europa le vio como una reencarnación de González. Lectura equivocada. Cuando formó gobierno con los neocomunistas de Podemos, Europa se frotó los ojos evocando al griego Tsipras y a su ministro Varoufakis. ¡Horror! Y así nos va.
Perdidos en la retórica populista, haciendo honor a Carlos Espinosa de los Monteros – “Subir impuestos siempre es un error. Una falta de coraje para bajar el gasto” -, en medio de vendettas internas de todo tipo y mostrando méritos para integrase en el Club de los Tontos que promueve Norbert Bilbeny por cómo gestionan la Covid-19, este gobierno no da para más. Se halla en una lenta agonía que pagaremos todos.
La UE puede equivocarse una vez, pero no habrá segunda ocasión. No la hubo cuando la crisis económica última y no la habrá para los destrozos de todo tipo que están produciendo el coronavirus. Lagarde y el BCE van por delante del Eurogrupo al objecto de mantener la liquidez en Europa, como tiene publicado ED.
No es una guerra norte-sur; es un sálvense como puedan. Y también un recordatorio hacia España, Italia, Grecia, Chipre y otros: Hagan los deberes, ahorren y no despilfarren. En ningún libro de ciencia política está escrito que el pueblo siempre acierta cuando escoge a sus gobernantes. Ni el gran Sócrates llegó a pensarlo. Era pura inteligencia.