¡Esto es todo, amigos!

Seguro que esta será considerada una de las semanas más surrealistas de la política catalana contemporánea. Después de la holgada victoria de los independentistas en las elecciones del 27S, en las que la suma de JxSí y la CUP llegó hasta los 72 diputados de los 135 en juego, el independentismo se auto infringe una severa derrota al ser incapaz de cerrar filas entorno al candidato de la mayoría —los 62 diputados de JxSí— dentro de la mayoría más amplia que incluye a la CUP.

No voy a cargar las tintas contra la CUP, porque si JxSí hubiese obtenido 68 diputados en vez de 62, ahora mismo yo no estaría escribiendo este artículo. Artur Mas, el candidato de la mayoría, hubiese sido investido en la primera votación y listos. Pero los resultados no fueron buenos para la coalición mayoritaria y provocaron que la CUP, con diez diputados, fuese imprescindible para asegurar la gobernabilidad.

Por cierto, dejemos claro que aunque JxSí hubiese obtenido el diputado número 63, estaríamos inmersos en el mismo drama. La presión que está ejerciendo la CUP sería la misma, pues creo que la razón última de lo que pretende este grupo no tiene nada que ver con quién tiene que ocupar la presidencia. Su misión es otra muy diferente.

La extrema izquierda independentista —aunque me duele regalarles la denominación— cree que CDC es un obstáculo para la independencia porque impide ampliar la base social independentista por la izquierda. A partir de ese razonamiento, absolutamente absurdo, puesto que no se puede avanzar hacia la independencia sin un frente amplio interclasista, que incluya a la derecha y a la izquierda, la liquidación de Artur Mas forma parte de un plan que, como me decía el otro día el concejero Ferran Mascarell, está muy bien descrito en los dos librillos de ese Comité Invisible (CI) revolucionario en los que se asegura que «las insurrecciones, finalmente, han llegado». La primavera árabe, 15M, Syntagma, Occupy, Gezi, etc., son las manifestaciones más llamativas de esa insurrección y consiste en avanzar en medio de una gran confusión para acabar con el sistema corrupto capitalista.

Pablo Iglesias bebía de la misma fuente hasta que decidió «centrarse» para intentar ganar las elecciones. Ada Colau está en las mismas. El CI proponía su propia alternativa: reabrir la cuestión revolucionaria.

Es decir, replantear el problema de la transformación radical (de raíz) de lo existente, clausurada por los desastres del comunismo autoritario del siglo XX, «no tanto como objetivo, sino como proceso»; no tanto como un horizonte abstracto o ideológico, un puro «deber ser» sin anclaje en el deseo social y la realidad, sino como «perspectiva», como un punto de vista capaz de alcanzar muy lejos pero a partir de donde se está, pie a tierra. Así es como razona la CUP, pero en catalán y con tintes anarquizantes.

El viraje de Iglesias —empujado por la demoscopia— demuestra una vez más que las elecciones se ganan desde el centro, porque de otra manera nadie podría entender esa necesidad suya de reeditar al Felipe González de 1982, incluyendo la presencia de militares «rebeldes» estilo Juli Busquets, aquel mítico miembro de la Unión Militar Democrática (UMD) que fue diputado en el Congreso del PSC durante años. Quien regala el voto moderado, pierde. Y en el caso que nos ocupa, creer que sacrificar a Artur Mas no va a tener ningún coste es estar muy ciego.

Si algún día los de la CUP y ERC logran que su trabajo de zapa tenga éxito y consiguen arrancarle votos a la izquierda federalista para sumarlos al soberanismo, puede que entonces el bloque independentista  tampoco sume porque el voto moderado —aquel que votó a regañadientes a JxSí— ya habrá abandonado a la actual generación independentista de CDC.

Las ventanas de oportunidad se abren durante un tiempo muy limitado. Los independentistas habían encontrado el hueco perfectamente delimitado que les invitaba a poner en marcha el proceso constituyente. Lo sorprendente es que lo estén taponando ellos mismos.

Es un error, un inmenso error, creer que el problema se llama Artur Mas. El problema para la CUP —al igual que para CSQEP— es CDC, partido al que identifican con un sistema generalizado de corrupción en España y Cataluña. Y este diagnóstico sirve para descalificar a los corruptos confesos —a los Pujol, Millet y compañía—, pero también a Artur Mas y mañana, si fuese necesario, a Neus Munté, si es que la actual vicepresidenta estuviese en la tesitura de presentar su candidatura a presidenta.

Los diputados de la CUP, que cobran un sueldo público para tomar decisiones, no pueden refugiarse en las asambleas de su partido para no ejercer su trabajo como parlamentarios. Quieren negociar pero no quieren hacerlo en un «plató de televisión». ¿Por qué no? Sería el mejor ejercicio de transparencia del mundo. Así nadie se sentiría estafado, que es lo que está ocurriendo hoy. Da miedo no reconocerse en un espejo, ¿verdad?

He asistido a los debates parlamentarios de estos días y no salgo de mi asombro. La falta de institucionalidad de sus señorías es inversamente proporcional a la solemnidad del edificio de la Ciutadella.

Nunca vi cosa parecida durante mis años como asistente parlamentario de Josep Benet, el diputado independiente —y de derechas— que encabezó la candidatura comunista en 1980. Eran otros tiempos, cuando los políticos catalanes sabían que la política debía servir para algo más que para lucirse en la esgrima parlamentaria. Y no lo digo por la penosa indumentaria de la mayoría de diputados —lo que me da igual, aunque en algún caso incluya consignas racistas—, lo digo porque pocos, muy pocos de los diputados intervinientes, tienen una visión política de lo que se está cociendo dentro de esos muros. En política se necesita algo más se ser listo. Quizás sólo se puedan salvar Miquel Iceta y Artur Mas.

Los independentistas ganaron el plebiscito informal del 27S y, además, ganaron la mayoría absoluta en escaños. Pero del mismo modo que, como reconoció la CUP la misma noche electoral, el 48% de los votos afirmativos resulta insuficiente para plantearse una DUI, se está constatando que la mayoría de 72 diputados no sirve para seguir adelante con el proceso. Por lo menos en los términos planteados hoy.

JxSí es una coalición extraordinaria que no da más de sí porque ninguna de las dos partes —CDC y ERC— quiere consolidar un bloque soberanista conjunto. Dicha coalición tiene, pues, fecha de caducidad, como ya quedó claro al renunciar a presentarse otra vez juntos a las próximas elecciones del 20D. La CUP es, por definición, una formación extramuros cuya manera de razonar y de actuar impide llegar a unos acuerdos viables.

Como en el final de los dibujos animados, ha llegado el momento de despedirse con un «¡esto es todo, amigos!» Fue bonito mientras duró. Logramos nuestro objetivo, pusimos las urnas y se ha demostrado que el independentismo es fuerte como un roble y puede seguir siéndolo si se actúa con tiento.

Ahora vamos a tener que decidir quién lidera la nueva etapa del proceso, la que debería superar ese valioso 48% de síes. La única salida que vislumbro a la depresión que está mermando los apoyos moderados que dieron su voto a JxSí porque estaba Mas y si se ganaba seguiría siendo el presidente, es votar de nuevo, ahora sin necesidad de apelar a ningún plebiscito.

No hay mejor asamblea que una jornada electoral. Puede participar todo el mundo libremente, sin notar en el cogote la presión de las camarillas. Vayamos a las elecciones, porque el espectáculo de estos días es el preludio de lo que puede pasar en los próximos 18 meses. Las agonías son dolorosas y tristes.

El Estado no juega a barcos, nosotros sí. Lamentable, todo hay que decirlo. Y si después de las nuevas elecciones el voto de los ciudadanos provoca que se repita el escenario actual y que otros 10 diputados independentistas, o los que sean, impidan la investidura del primer presidente que presenta un programa de gobierno independentista, es que no merecemos otra cosa que la derrota. Por lo menos esta vez nadie habrá perdido la vida como ocurrió en los años 30. Ya es algo, aunque la estupidez persista. ¡Qué barbaridad!