Esther Tusquets, en el cementerio marino y frente al mismo mar
Descansa en un cementerio marino que bien podría haber inspirado la obra cumbre de Paul Valery (situada en Sète). Está en el campo santo de Cadaqués, con vistas a Port LLigat o al Cap de Creus y los verdes-ocres deslizándose sobre oleadas de espuma. La dama de las letras empezó su singladura hace más de medio siglo gracias a la inversión de su padre, Magí Tusquets, que fundó Lumen, a partir de una pequeña editorial religiosa y que acabó fundando también el sello Tusquets. Como es bien sabido, de este último se encargó Beatriz de Moura, la primera esposa de Oscar Tusquets Blanca (archiconocido arquitecto, hermano de Esther), mientas que la propia Esther se centró en la gestión de Lumen. Los desencuentros entre Beatriz y Esther forzaron la inversión doble del acaudalado padre: “Quiero que mis hijos vengan a comer en paz todos los domingos, y si para eso tengo que montar otra editorial, la monto”, le confesó Magí a un amigo cercano, según la versión de Sergio Vila-Sanjuan en Pasando página (Destino), soberbio vademécum.
Un buen amigo de Esther, el workaholic Jordi Herralde (fundador de Anagrama, recién vendida) ha confesado estos días de despedida que recuerda la mesa del comedor de la casa paterna de los Tusquets, un piso de la calle Rosellón junto a la Diagonal, llena de cuartillas, fotos y libros que desembocarían en la atrevida colección Palabra e imagen. Años después, con Lumen en unos bajos de la Avenida del Hospital Militar (situada frente a la Casita Blanca), aparecieron los primeros títulos de otra colección, Palabra en el tiempo, crisol de los mejores: Proust, Celine, Claude Simon, Alberto Moravia, Umberto Eco, Virginia Woolf, James Joyce, Samuel Beckett, Flannery O’Connor, Gertrude Stein, Mary McCarthy, Franz Kafka o Hermann Broch. Todos. El diseño era obra de Oscar Tusquets y de Luís Clotet; pero, las mejores portadas llevaron el trazo de Àngel Jovè, un esteta emboscado.
Cuando el catálogo de Lumen competía de rondón con la poderosa Seix Barral, las librerías se llenaron de Ana María Matute, Ana María Moix, Carmen Martín Gaite, Cristina Peri Rossi o Marta Pessarrodona. Lumen “fue una empresa de mujeres”, escribió Esther Tusquets en Confesiones de una editora poco mentirosa, un fragmento de su obra autobiográfica completada con Habíamos ganado la guerra y Confesiones de una vieja dama indigna. Hubo un tiempo en el que el mercado fue la distribuidora Enlace para gozo de agentes como Mercedes Casanovas o Michi Strausfeld. La lanzadera de la poderosa Carmen Balcells estaba servida; ella agotó el negocio cuando los derechos de autor sobrepasaron al autor.
Sin embargo, antes de su todavía reciente adiós, Balcells confesó que su verdadera vocación había sido la de ser hija de Magí Tusquets, el hermano del padre Tusquets (aquel jesuita forjado en Burgos y capellán castrense de Moscardó en la Barcelona de pos guerra, tal como ha escrito Paul Preston, el historiador de la London). Pero para merecer tal honor, el de ser la hija dispuesta a dilapidar su patrimonio en el empeño de la cultura, Balcells debería haber sido como la dama de las letras, Esther, fiel a la forma alambicada y sin fin del párrafo largo (tanto como lo aguante el resuello del lector), en la trilogía tusquetsiana: El mismo mar de todos los veranos, El amor es un juego solitario y Varada tras el último naufragio.
Ella perteneció al núcleo de Carlos Barral (era una gran amiga de Ivonne Hortet, la esposa del escritor y marinero de Calafell). Un buen día, Esther se quedó con las migajas de Umberto Eco, desestimado por Barral –como lo había hecho, años antes, con Cien años de soledad— y entró de lleno en la explosión del género historical mysteries, siguiendo los pasos de Edith Mary Pargeter, la editora de fray Cabfael, un monje medieval de folletín que se había hecho muy popular en Inglaterra y al que Eco, en El nombre de la rosa, se limitó a mejorar a base de imprimirle altura intelectual.
El margen obtenido por la difusión de la obra del gran semiólogo italiano sentó el domicilio de Esther en un distinguido piso de la Avenida Bonanova, diseñado por Oriol Bohigas y situado a tiro de piedra de la torre que albergaba Editorial Tusquets, la casa hermana, el sello de su ex cuñada, de Moura y de Antonio Lamadrid. Para entonces, Esther había vendido Lumen a Plaza Janés, aunque siguió siendo su cabeza visible hasta su definitiva claudicación, relatada por ella misma con ternura.
Las concomitancias entre la economía y la edición han sido remarcables. Jordi Herralde es hijo de un empresario siderúrgico que le obligó a estudiar ingeniería y no le permitió ejercer de editor hasta terminar la carrera. Uno de sus mejores amigos, el también ingeniero José Zaforteza, fue consejero delegado de Fecsa y traductor de la obra de Sacker Masoch, para Anagrama. La hija de esté segundo ha creado el sello Alfabia. Y la aparición de Quaderns Crema o de la inconmensurable Acantilado se deben a Jaume Vallcorva, profesor en excedencia y heredero de la empresa de transportes Plana, una línea interurbana de autobuses, que opera en Tarragona. Las fuentes de financiación han sido pródigas. Van desde el joven bailarín de cabaret, José Manuel Lara Hernández, fundador de Planeta, hasta la aventura de Mario Muchnick, judío asquenazi, procedente de una familia vienesa, que publicó a Cortazar y tradujo a Susan Sontag.
La desaparición de Esther Tusquets define un pasado. Su tiempo registró solvencia y momentos de tirantez, como cuando publicó una biografía del ex president Pasqual Maragall que enterró su amistad con Diana Garrigosa, la esposa del político. Este mismo tiempo sobrevive ahora en iniciativas puntuales, como los sellos editoriales femeninos o como la librería Bernat, nuestra Shakespeare and Company doméstica, ubicada en la acera mar de la calle Buenos Aires, una imaginada Rue de l’Odeon. La Bernat convencería a la Tusquets. Cita barcelonesa de Javier Marías o de Pombo, y especialmente frecuentada por Enrique Vila Matas, el genio de la narrativa entendida como sinfonía de actitudes y tonalidades.