Agosto de 2016. Un motoryacht de 23 metros de eslora y pabellón suizo entra al pequeño puerto de Macinaggio, en el extremo norte de Córcega. France Méteo acaba de anunciar un mistral fuerte. Conviene evitar las aguas del Cap de Corse y la roca de La Giraglia cuando al Mediterráneo se le tuerce el humor.
En la popa, dos tipos fornidos observan junto al propietario la maniobra de amarre. El barco lo maneja un patrón profesional asiático y una fisrt mate británica. A proa ondea una pequeña bandera española; cuando el armador se percata de que ha atracado junto a un velero con el mismo pabellón, retira rápidamente el gallardete.
El propietario es un abogado de Zürich de mediana edad. Su esposa resulta ser catalana, aunque lleva muchos años en Suiza. Tras un cortés intercambio con los ocupantes de velero vecino, ambos entran al yate, cuyo interior se oculta tras unas las tupidas cortinas. Al anochecer, saltan a tierra con otra pareja que no ha salido en todo el día: Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarin. Los dos tipos fornidos les siguen discretamente a unos pasos de distancia.
La infanta de España, absuelta por la eximente de inopia total, podrá programar, también este año, sus vacaciones náuticas de verano desde su hogar de Ginebra. El Tribunal Supremo tardará más de un año en ventilar los recursos del Caso Nóos y decidir si encierra a su marido. Y esperar allí a que amaine el frenesí desatado tras conocerse las sentencias. España sabe disfrutar de un buen escándalo: poder y sexo; príncipes y villanos, horteras y cortesanos; jueces justicieros y picapleitos torticeros; todo bajo la sospecha de la impunidad y el mantra incesante de que la justicia es igual para todos.
Uno es incapaz de opinar si las condenas se ajustan a derecho, son justas o comparables a las impuestas a quienes no tienen fama, influencia o poder. Tampoco si Urdangarin merece esperar en Suiza a que el Supremo se pronuncie en lugar de hacerlo en prisión. Pero hay quien sí tiene criterio y augura que el ex duque nunca pisará la cárcel. Hay mucha gente encerrada por delitos mucho menores, dice el ex fiscal de la Audiencia Nacional Ignacio Gordillo.
Como si quisiera darle la razón, el mismo día –23 de febrero para más inri—la Audiencia Nacional condenó a un rapero mallorquín de nombre artístico Valtonyc a tres años y medio de prisión por enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias graves a la Corona a causa de una canción que escribió para el programa televisivo de Pablo Iglesias, La Tuerka.
Las opiniones de Gordillo apuntan hacia uno de los peores corrosivos que acechan a cualquier sociedad: la arbitrariedad. Si se instala en una empresa, acaba haciéndola ingobernable; si afecta, aunque sólo sea como percepción, al sistema judicial de un país, ataca el pilar esencial de la democracia: el respeto a la ley y la integridad de la justicia.
Al margen de tecnicismos, el desenlace de la primera temporada del Caso Nóos es crucial por lo que parece. Realidad y verdad son conceptos subjetivos: cada persona los interpreta a través de sus creencias, deseos y prejuicios. La realidad no es lo que es sino lo que cada uno percibe –y la verdad lo que cada uno cree— después de aplicar esos filtros. De ahí que una parte de la ciudadanía perciba que la justicia no es ciega y la ley no es igual para todos.
Cuando se quebró la confianza entre representantes y representados comenzó el descrédito de la política. Podemos, Ciudadanos, la CUP y otras fuerzas de la nueva política obtuvieron tanto impulso del deseo de dar un corte de mangas a los políticos de siempre como de la necesidad de hallar una alternativa distinta y renovadora.
El descrédito de la ley, sin embargo, es más grave: el votante cabreado no tiene la opción de esperar a las siguientes elecciones para echar a jueces, fiscales o ministros de Justicia. Su funcionamiento lo determina quien detenta el poder; y si ese poder es suficiente, también puede modificar su estructura. Tras el interregno legislativo de 2016, el Partido Popular parece decidido a cambiar tanto el funcionamiento como la arquitectura del sistema judicial.
Central en esa reforma es la modificación de la ley de Enjuiciamiento Criminal para que la instrucción penal pase de manos de un juez a las de un fiscal. El cambio estaría plenamente homologado con países de irreprochables garantías salvo por un detalle: la independencia real del Ministerio Público respecto del Ejecutivo. En España, el fiscal general lo nombra el gobierno. Y como institución jerárquica que es, este puede nombrar a discreción a quien quiera en el resto del organigrama.
Es lo que ha hecho el nuevo Fiscal General del Estado, José Manuel Maza al sustituir de un plumazo a 35 fiscales díscolos en una colosal purga. Entre los remodelados está Manuel López Bernal, que investigaba al presidente de Murcia, el popular Pedro Antonio Sánchez, por su presunta implicación en al menos dos delitos. Y también los titulares de la Fiscalía Anticorrupción y de la Fiscalía de Audiencia Nacional, las dos jurisdicciones especiales competentes en futuros casos de corrupción política junto al Tribunal Supremo.
Maza proviene, precisamente, del Supremo. Además de su celo conservador y afinidad con el Partido Popular, carece de cualquier compromiso corporativista con los fiscales de carrera. Quienes siguen el universo judicial apuntan que su valedor ante el Gobierno es otro magistrado del Supremo, Manuel Marchena, cercano a la vicepresidenta Soraya Saénz de Santamaría y actor directo, aunque discreto, en el rediseño judicial que el Gobierno quiere completar cuanto antes.
A diferencia de Maza, Marchena conoce a fondo la Fiscalía, cuerpo en el que ha discurrido buena parte de una carrera que comenzó a despegar bajo el manto protector de su paisano canario y socialista Eligio Hernández y no se frenó con el PP de Aznar ni de Rajoy. Que fuera uno de los magistrados que consumaron la expulsión de Baltasar Garzón, primer instructor del Caso Gürtel, de la carrera judicial sin duda no perjudicó su carrera.
La principal amenaza política del PP no es ni el PSOE, ni Podemos ni la economía. Son los latrocinios que, como el hilillo de plastilina que según Rajoy salía del Prestige, siguen aflorando para recordar la corrupción sistémica asociada a sus siglas. Para impedir que thrillers judiciales como Gürtel, Bárcenas, Palma Arena o Púnica sigan copando titulares indefinidamente, las mentes legales del Gobierno (Sáenz de Santamaría es abogada del Estado) parecen dispuestas a hacer lo posible para dificultar que los casos de corrupción lleguen a instruirse.
La instrumentación partidista de la Justicia nunca ha sido buena idea; convertirla en herramienta principal de acción política es sencillamente nefasto. Sea como profilaxis ante futuras acusaciones en los tribunales o como estrategia para afrontar el gran problema existencial de España: Cataluña.
Desde que el PP impugnó ante el Tribunal Constitucional el Estatuto de 2006, Mariano Rajoy ha blandido la ley como una espada y un escudo en lugar de usarla con un puente que en su día se hubiera podido transitar en ambas direcciones. La aplicación literal del Aranzadi, y no reconocer que el fin esencial de cualquier ordenamiento es responder a los cambios sociales y facilitar la convivencia, ha dado el pretexto perfecto a quienes anuncian su rebeldía en virtud de un derecho superior que ellos mismos se arrogan.
El uso de la justicia como estrategia principal contra el independentismo le funciona al PP fuera de Cataluña. Pero sobre el terreno, sólo alimenta al soberanismo sin crear ninguna posibilidad de compromiso. Por eso, la labor del ministro Rafael Catalá, las sentencias de difícil comprensión para el ciudadano común y el empeño en que el poder judicial sea una mera extensión del Ejecutivo corroen un pilar fundamental de la democracia.
Escaso como es el crédito de la política, si se pierde la confianza en la Justicia y el respeto a la ley, pasaremos de Estado de derecho a Estado de desecho, abriendo de par la puerta a nuestros propios populistas.