Estado de confusión

Existe un estado de confusión, con los cuentos de la lechera de los líderes independentistas catalanes, que han quedado en nada, en un sonoro y rotundo fracaso

Cada vez se me hace más difícil hallar una explicación racional al gran apoyo ciudadano, sin duda alguna de cientos y cientos de miles de catalanes de toda edad, condición, género, clase social, ideología y procedencia, a la causa independentista. Un apoyo demostrado de nuevo el pasado sábado en otra gran manifestación en Barcelona, en defensa ahora de los llamados “presos políticos”, aunque un organismo tan prestigioso como Amnistía Internacional niegue esta condición tanto a Jordi Sánchez y Jordi Cuixart como a Oriol Junqueras, Raül Romeva, Jordi Turull, Josep Rull, Joaquim Forn, Meritxell Borràs y Dolors Bassa.

Sé que a causa del independentismo catalán está basada, desde sus mismos orígenes, mucho más en emociones y sentimientos que en argumentos y razones. Pero se me hace cada día más incomprensible que, a pesar de todos los pesares, el secesionismo catalán parezca superar todas sus innegables disonancias cognitivas incluso después de todo lo vivido estas últimas semanas, desde aquellos infaustos días 6 y 7 de septiembre en que los secesionistas pretendieron borrar de un plumazo tanto la Constitución española de 1978 como el Estatuto catalán y toda la legalidad derivada, para así convocar un ilegal referéndum de autodeterminación el día 1 de enero.

Es evidente que nada de lo tan solemne como repetidamente anunciado durante estos últimos cinco largos e interminables años del llamado “proceso de transición nacional” se ha materializado ni parece que vaya a hacerlo ni tan solo a medio o largo plazo. Aquellas reiteradas promesas de todo tipo de reconocimientos oficiales a la nueva República Catalana han topado con enorme crudeza con lo que conocemos como principio de realidad.

En primer lugar, ni tan siquiera un solo Estado, de los cerca de doscientos existentes en el ancho mundo, ha expresado el más mínimo apoyo a la nonata República Catalana, que nadie sabe todavía si fue o no oficialmente proclamada.

Ningún país ha reconocido la proclamación de la república catalana, ni, incluso, el parlamento de Flandes

No solo la Unión Europea y todos los Estados que la integran, al igual que Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Israel y muchos otros países han rechazado con firmeza cualquier tipo de reconocimiento, como lo han hecho otros organismos internacionales, desde Naciones Unidas a la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA). Todavía más: todos o casi todos ellos han dado su apoyo oficial y público al Reino de España como Estado social y democrático de derecho que es, remitiéndose siempre al estricto respecto a la vigente legalidad constitucional española.

Los inacabables cuentos de la lechera narrados una y mil veces por los líderes independentistas catalanes han quedado en nada, en un sonoro y rotundo fracaso. Ni tan solo Kosovo, Gambia, por no decir que ni el Principado de Andorra. Incluso el Parlamento de Flandes, en donde el secesionismo catalán aseguraba contar con tantos apoyos, derrotó por 118 votos contra 6 una mínima propuesta de apoyo a la causa del independentismo catalán.

En muy pocas semanas, en el breve pero intenso espacio de tiempo que ha transcurrido desde la ilegal celebración del referéndum de autodeterminación del pasado día 1 de octubre –que si tuvo gran eco mediático internacional fue a causa de la actuación injustificada y  desproporcionada de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado- hasta estos momentos, la economía catalana ha perdido cerca de un tercio de su PIB, con el traslado a otras comunidades autónomas españolas de las sedes de la práctica totalidad de las grandes empresas catalanas –seis de las siete que cotizan en el IBEX35 y muchas otras-, así como un número creciente de medianas y pequeñas empresas, totalizando por el momento una cifra alarmante: 2.400.

Ahora ya nadie oculta la pérdida de la convivencia que se ha producido en Cataluña

Las repercusiones en la economía catalana son asimismo muy preocupantes: incremento del paro muy por encima de lo previsto, descenso de la actividad de cerca del 30% en sectores tan decisivos como para Catalunya son el turismo, la hostelería, la restauración, los cruceros, el comercio, incluso los espectáculos –y no solo el Liceu sino también cines, teatros, otras salas de conciertos, incluso el mismísimo Camp Nou y otros estadios y pabellones deportivos.

Mucho más grave resulta la ahora ya inocultable pérdida de la convivencia social que se ha producido en Cataluña. La profunda escisión sufrida por la sociedad catalana es de grandes e imprevisibles consecuencias, difícilmente reversibles incluso a medio plazo. El 68% de los residentes en Catalunya la constatan abiertamente en la encuesta más reciente, en la que el 58% de ellos consideran que la sociedad catalana está perdiendo con este proceso. De todo ello culpan mayoritariamente -52%- al Govern de la Generalitat, aunque el 28% responsabiliza de ello al Gobierno de España y un restante 19% reparte las culpas por igual. Por cierto, el mismo sondeo asegura que únicamente el 28% de los encuestados opinan que Catalunya será independiente.

Las mismas emociones han llevado a la lapidación pública indigna de Santi Vila

¿Cómo hallar una explicación racional o razonable a todo esto? ¿Basta con la tan socorrida apelación a las emociones y los sentimientos? ¿Fueron ya estas emociones, estos sentimientos, los que años atrás hicieron que la CUP pudiera “echar a la papelera de la historia” a Artur Mas, hasta entonces líder indiscutido e indiscutible de todo el movimiento independentista? ¿Fueron también la excusa para negar la indiscutible derrota en las urnas, con solo el 47,8% de los votos, de aquellas elecciones autonómicas del 27S planteadas como si de un plebiscito se tratase?

¿Han sido también estas emociones y estos sentimientos los que, uno tras otro, han hecho que tantos y tantos hasta hace solo pocas semanas eran considerados y tratados como líderes independentistas incuestionados e incuestionables –Jordi Baiget, Jordi Jané, Neus Munté y Meritxell Ruiz, miembros todos ellos del Govern de la Generalitat- pasasen de golpe y porrazo a ser definidos como tibios, vacilantes e inseguros, y por tanto dudosos y prescindibles, cuando no ya de puros y simples renegados?

¿También han sido estos mismos sentimientos, estas mismas emociones la causa de la lapidación público indigna de la que ha sido y es objeto Santi Vila, el último consejero en dimitir por su discrepancia radical con la decisión del entonces aún president Puigdemont de convocar por su cuenta unas nuevas elecciones autonómicas? ¿Acaso fueron también estas emociones y estos sentimientos el motivo principal que llevó a al propio Puigdemont, cuando se vio insultado y vejado como “traidor” “Judas” y “botifler” incluso por miembros de su propio partido y otros destacados dirigentes independentistas, a desdecirse de su pacto previo de convocatoria electoral anticipada?

Y si llegamos hasta los últimos sucesos, ¿habrán sido también estos sentimientos y estas emociones los que utilizan algunos de los contrarios a la decisión de los cinco miembros de la Mesa del Parlament que dijeron acatar la legalidad constitucional española y la aplicación de su artículo 155, para menospreciarles y criticarles?

El independentismo se basa en una cuestión de creencias y eso lo sabemos los que aprendimos el Catecismo

¿Hasta dónde llegará tanta irracionalidad, tanta supremacía de los sentimientos y las emociones frente a la razón? Hasta cierto punto es comprensible la porosidad emocional de una ciudadanía muy motivada. No obstante, no deja de sorprenderme tanta tantísima credulidad. Me temo que la anomia –esto es, aquello que psicólogos y sociólogos definen como un estado que surge cuando las reglas sociales se han degradado o directamente se han eliminado y ya no son- se ha apoderado de amplios sectores de la sociedad catalana. Gente buena y pacífica, de toda edad, género, condición, procedencia e ideología, que vive instalada en la anomia.

Aunque todo puede ser mucho más fácil. Se trata mucho más de una cuestión de creencias y, como bien sabemos quienes tuvimos que aprendernos el Catecismo Católico de memoria, “creer es un don de Dios”. Por suerte, esto nos exime a los no creyentes, tanto agnósticos como ateos, no poseedores del don de la fe. Pero un hombre sabio como Agustín de Hipona, el san Agustín de los cristianos, lo supo explicar mucho mejor: “Fe es creer en lo que no ves; la recompensa de esta fe es ver lo que crees”.

Yo sigo sin creer en lo que no veo. A la vista está que no tengo el don de la fe. De ahí mi perplejidad, mi estado de confusión y mi cada día mayor preocupación por el presente y el futuro de mi país.