Estado de alarma energética
Los recursos en el TC empiezan a ser en este país tan frecuentes, que habría que habilitar maneras de poder prevenir el daño, no sólo castigarlo
Dice el dicho que los errores de los cocineros se tapan con salsa; los de los arquitectos, con plantas; los de los médicos, con tierra…y los de los gobiernos, con impuestos abusivos y con restricciones que tarde o temprano corren el riesgo de quedar desautorizadas por el Tribunal Constitucional.
Así acabaron los estados de alarma impuestos por el gobierno Sánchez para hacer frente a la pandemia de Covid-19. Obviamente ni la Moncloa ni nadie tenía la culpa de la grave amenaza para la salud pública provocada por la pandemia. Sí tenían alguna responsabilidad (Moncloa y autonomías) en haber permitido una salud pública cada vez más infrafinanciada y fragilizada, menos capaz de atender incluso las necesidades normales del sistema. No digamos una situación de emergencia global.
Me contaba Luis Rojas Marcos, repasando sus recuerdos del 11-S, cuando él estaba al frente de los servicios de salud mental de toda la ciudad de Nueva York, que ante la caída de las Torres Gemelas, se activaron todos los protocolos y se formaron a las puertas de los hospitales colas inmensas de ciudadanos empeñados en dar sangre a una avalancha de heridos que nunca llegó. Lo que llegó fue una avalancha de cadáveres. Una situación espeluznante pero curiosamente más fácil de gestionar por los sanitarios.
Se optó por aterrorizar a la población y confinarla en casa, no tanto, o no sólo, para prevenir los contagios, como para prevenir a la gente de hacer uso de la sanidad pública
Lo mismo podría decirse, por ejemplo, de la diferencia entre tener que hacer frente a una epidemia de Covid-19 o de Ébola. El Ébola era, es, infinitamente más mortal. Y pavorosamente rápido en este sentido. Por lo mismo, pone menos a prueba las costuras del sistema. Porque no obliga a hospitalizar durante semanas y meses a miles de personas necesitadas de oxígeno, respiradores y atención UCI las 24 horas del día.
Cuando nuestros gobernantes hablaban insistentemente de su “lucha contra el colapso de la atención sanitaria”, se abstenían cuidadosamente de cuantificar esa atención y de ponerla en un contexto. Un par de miles de camas para 6,5 millones de habitantes de la Comunidad de Madrid. Una ratio similar a la de Cataluña. Ratio que, por cierto, no ha crecido desde entonces. Se pusieron parches como el Zendal en Madrid o los hospitales de campaña en Cataluña, todos ellos desmantelados después. Estamos donde estábamos. Con los recursos que estábamos. O con menos aún.
Hace tiempo que gobernar, aquí, consiste mayormente en escurrir el bulto. En que no se note que, a pesar de los muchísimos impuestos que se recaudan, en la práctica nunca hay dinero para nada importante. El ciudadano está solo ante el peligro. Ante muchos peligros. Y sobre todo, ante muchos gastos.
Volviendo a los estados de alarma por la Covid: se optó por aterrorizar a la población y confinarla en casa, no tanto, o no sólo, para prevenir los contagios, como para prevenir a la gente de hacer uso de la sanidad pública (esto fue especialmente horrible en el caso de muchos mayores ingresados en residencias, que murieron sin poder tener ni opción a la hospitalización), es decir, para que la gente no fuese demasiado consciente de que, simplemente, no hay sanidad pública para atender y curar a todos. No la hay. Ni la habrá si no afrontamos seriamente el problema y pegamos un vuelco significativo a las prioridades presupuestarias de todos los gobiernos. No sólo del nuestro. Pero también del nuestro.
Los meses de confinamiento por la Covid fueron de una enorme tensión, humana y política. Hubo muchas presiones para “votarle” los estados de alarma a Pedro Sánchez. Hubo quien seguramente lo hizo con muchas dudas, tapándose la nariz, debatiéndose entre no tener ninguna fe en el gobierno, pero tampoco querer ser responsable de empeorar la situación de la ciudadanía. Para otra vez, igual convendrá ser más beligerante, más valiente desde el primer día. Desafiar los paradigmas que se sabe que se están aplicando mal, incluso como formas poco sutiles de chantaje tanto a la oposición como a la población.
El flamante plan de ahorro energético del gobierno es otro buen ejemplo de ello. Despilfarran y se endeudan como posesos, aplican hace tiempo una improvisación energética perpetua cuyos errores pagamos cruelmente factura tras factura, donde los impuestos abultan mucho más que el servicio. Y ahora pretenden imponer por decreto un ahorro del 7 por ciento que no han consensuado con nadie y acusan a todo aquel que esté en contra de no habérselo ni leído. Como si ellos se hubieran leído su propia legislación laboral y social antes de poner negro sobre blanco según qué frivolidades y qué bodrios.
Es muy posible que si este decreto acaba en el Tribunal Constitucional, salga igual de trasquilado que los estados de alarma y otros excesos. Pero ya entonces para qué. Los recursos en el TC empiezan a ser en este país tan frecuentes, que habría que habilitar maneras de poder prevenir el daño, no sólo castigarlo. Hablemos de restricciones energéticas o hablemos de borrar la lengua española de la faz de la tierra en las escuelas catalanas, guarderías incluidas.
No es fácil plantar cara a los poderosos apóstoles del decrecimiento y el endeudamiento que nos gobiernan a golpe de populismo y de mentiras, y que cuando algo sale mal, nos lo cargan en la factura. Pero alguien tendrá que hacerlo, alguien que no busque enchufes ni prebendas en Madrid, sino un mínimo de decencia en la gestión de lo público. Antes de que sea demasiado tarde, para variar.