«Españoles… Franco (no) ha muerto»

Si ustedes se toman la molestia de consultar la web de TVE de hoy mismo, se darán cuenta de que Franco sigue vivo después de muerto. La versión equidistante de lo que en ella se cuenta refleja el empeño de las esferas del poder actual para edulcorar el pasado. Lo voy a plantear de otra manera: TV3, por ejemplo, nunca hubiese resumido lo que pasó el 20N de 1975 con la amabilidad que le tiene TVE. Las herencias pueden convertirse en una pesada carga, en especial si quien dirige el ente público español de televisión está a las órdenes del partido político que fundaron algunos de «los españoles que lloraron a Franco«, por decirlo como lo plantean en TVE.

En España no sólo los fascistas declarados lloran a Franco. Cuando en noviembre de 2013 la Comisión de Asuntos Institucionales del Parlamento de Cataluña aprobó una resolución presentada por ICV-EUiA de apoyo a la causa instruida contra los crímenes del franquismo por la jueza argentina María Servini de Cubría, el PP fue el único partido que votó en contra, aunque lo sorprendente fue que el PSC se abstuviese y que C’s y la CUP no se personasen en un día de tan trascendente votación.

PP y C’s ya habían demostrado anteriormente cuál era su criterio ante las peticiones de condena de la dictadura que costó tantas muertes y el exilio de un montón de españoles. El 10 de octubre de 2013, los diputados de estas dos formaciones abandonaron el hemiciclo profiriendo gritos de «escándalo» cuando se estaba discutiendo una moción de condena del franquismo. Su intención era evitar tener que votar.

Pero al PP se le vio la colita cuando Pere Calbó, secretario de la Mesa y diputado del partido, se quedó en su asiento y votó en contra de la moción. Su voto fue el único contrario a una moción que aprobaron los 105 diputados restantes, repartidos entre CiU, PSC, ICV-EUiA y CUP. Cada partido tiene su tradición y mientras unos cantan Els segadors porque es el himno nacional catalán, otros no se saben ni la letra y lo menosprecian porque sus raíces políticas son otras. La tradición es machacona.

Existe una versión amable de lo que fue la dictadura entre los partidos que suman votos, entre gente con un pasado franquista innegable o entre aquellos que en su día lloraron la muerte de Franco sin saber muy bien por qué lloraban. De todo hay en la viña del señor.

Al cabo de 40 años de la muerte del último dictador en Europa, los hijos —y especialmente los nietos— de los antifranquistas quieren que se sepa la verdad de lo que ocurrió. Los hijos y los nietos de los franquistas no quieren, en cambio, que se saque el polvo al pasado por si acaso la historia les afea ese amable relato de sus parientes y sobre lo que fueron los 36 años de dictadura y represión.

Se aferran al sociólogo Juan José Linz que incluyó el franquismo en su taxonomía de «régimen autoritario» sustentando en un pluralismo limitado, la ausencia de una ideología elaborada y el fomento, más o menos encubierto, de la apatía de la población. Esta es la base de la blanda biografía que la Real Academia de la Historia (RAH) dedicó a la figura de Franco en 2011.

También es verdad que la amnesia histórica fue resultado de un pacto tácito entre los comunistas y los herederos del régimen. No voy a mentir en eso. Los jóvenes historiadores comunistas de entonces, algunos de los cuales hoy se presentan como inveterados luchadores por la recuperación de la memoria, se tragaron el sapo y se dedicaron a sus quehaceres académicos hasta colocarse en lo más alto del escalafón universitario. Quien les diga lo contrario, miente. Son chanzas de sesentones.

Aún me duele el trompazo que me propinó un miembro del servicio de orden en la manifestación del 11S en Sant Boi, militante de PSUC, porque servidor, en aquel momento un joven maoísta, enarbolé una bandera republicana junto a la señera. Ese guardián del orden de entonces es hoy uno de los mentores de Ada Colau, la alcaldesa que ordenó retirar el busto del monarca del salón de plenos, y no se acuerda de lo que defendía cuando era joven. Mejor dicho, no se quiere acordar y le da la culpa de esa falta de memoria a los franquistas.

Esa impostura, que no comparto en absoluto aunque yo mismo fuera uno de esos jóvenes historiadores comunistas, no puede ser aprovechada por los que «lloraron la muerte de Franco» para impedir una revisión a fondo del pasado. Eso también sería aceptar la mentira.

Está claro que el contexto actual no es el mismo que el de los años de la Transición, condicionados por una suerte de múltiples debilidades que, a diferencia de lo que pasó en 1945 en Alemania e Italia, obligaron a sacrificar la condena del régimen nacional-católico franquista para poder instaurar la democracia en España. Incluso, tuvimos que aceptar a un monarca que nadie puede negar que era heredero de Franco.

En 1984, Luis Suárez, el historiador que redactó la biografía de la RAH y quien fuera ex alto cargo de la administración del dictador y presidente de la Hermandad del Valle de los Caídos, ya decía que «Franco no fue nunca ni presidente ni dictador (…) ejerció sin título de rey las funciones propias de un monarca». Interpretado así, Juan Carlos I, sería alguien aún peor de lo que fue.

Efectivamente, Franco no ha muerto, en primer lugar porque demasiada gente —franquista y antifranquista— quiere quedar bien ante la historia e impide conocer el pasado con sus luces y sus sombras. La historia militante, en la versión que ustedes quieran, de derechas o de izquierdas, es simplemente una trampa.

El norteamericano Dominick LaCapra publicó hace años un libro, Escribir la historia, escribir el trauma, en que explicaba, refiriéndose al Holocausto aunque se puede aplicar a cualquier trauma, que el reciente giro en pos de la memoria de las nuevas generaciones se debe a los interrogantes que le plantean a la historia quienes no la vivieron, pues sienten que esos problemas siguen vigentes y sin resolver en «su» presente.

¿Se puede vivir realmente en democracia sin pasar cuentas con lo que fue el franquismo? ¡No! Pero recuperemos el pasado sin trampas ni héroes de cartón piedra. Pongamos sobre la mesa lo que pasó sin ese «cuéntame» televisivo que tanto daño provoca a la verdad.