España, una Ración de raciones
Pese a la aparente politización de todo en España y el recrudecimiento de los discursos, nuestros representantes saben que para vivir bien no deben romper el Estado si lo que quieren es llevarse cada vez más una porción más grande del pastel que es España
Algún día no muy lejano se estudiará en las facultades de ciencias políticas el modelo de las autonomías español, como paradigma de un modo de gobierno concebido para eludir la responsabilidad, gracias a un atáxico sistema multinivel, consistente en un rompecabezas normativo cuyas piezas han sido diseñadas para no encajar entre sí.
Este sistema dispone asimismo de un mecanismo de emergencia, que se activa cuando la responsabilidad deja de circular entre las diferentes capas, y se atora en uno de los niveles. Cuando se da este caso, el problema se deriva a un nivel superior, el europeo, en el que el asunto en cuestión entra en bucle Ad calendas graecas.
La tranquilidad de espíritu que da no tener que preocuparse demasiado por las consecuencias de tus acciones u omisiones, ha favorecido la creación de un campo de liza política en el que nuestras afables reinas de corazones autonómicas compiten con el gobierno central para ver cual de ellos es capaz de prometer más de seis cosas imposibles antes de desayunar.
El efecto secundario de este concurso de belleza es la politización, no ya de la justicia, sino de toda clase de ideas peregrinas y a medio cocer, que son vorazmente consumidas por las mesas de redacción, ávidas de abrir un debate público bajo el menor pretexto, para mayor regocijo del portavoz de la administración pública de turno. El espectáculo debe continuar, aunque no se sepa muy bien para qué, aparte de para continuar con el espectáculo.
A decir verdad, mientras el entretenimiento se queda en sede parlamentaria, este tutiplén de nadas que nadean es bastante inofensivo, porque nuestro sistema parlamentario se ha adaptado grácil y gentilmente a su nuevo rol como patio de recreo.
A diferencia de lo que ocurre en el parlamento británico –que no sólo prohíbe por ley vestir armadura durante las sesiones plenarias, sino que impide la entrada a quien infrinja la estricta etiqueta parlamentaria– en España es posible acudir al hemiciclo en camiseta estampada, despeinado y en chanclas, enarbolar carteles, adoquines o impresoras, e incluso nada impide que un bolso ostente la representación del Presidente del Gobierno cuando su escaño está desocupado.
El problema surge cuando el público alcanza la inmunidad de rebaño por sobredosis de puerilidad, y los asesores de cabecera lo compensan socializando la farsa para intentar seducir al votante incauto. Y qué mejor manera de lograr esto que adoptar las técnicas de los predicadores, que se empeñan con fruición en hacer “pedagogía profunda” una forma de hacer proselitismo basada en el convencimiento de que los ciudadanos son eunucos mentales a los que hay que educar.
Por eso, en unos tiempos que parecen una parodia de La Plaga de Camus, abundan los savonarolas que venden utopías personalizadas a quienes añoran el futuro, ya sea en frascos de ecopaganismo apocalíptico o envueltas con exorcismos de transgénero, pero, sobre todo, administrados como chutes de identidad nacional.
Por eso no hemos de ponernos demasiado estupendos ante quienes agitan de boquilla esa ocurrencia de Herrero de Miñón llamada Nación de naciones, con la que asustan a los hipocondríacos para sacar concesiones. Parece harto evidente que cualquier político español sabe de sobras que se vive mucho mejor recogiendo nueces que agitando nogales, y que de lo que se trata es de ser artero, pero sin pasarse de frenada, para seguir obteniendo un trozo cada vez más grande de esa Ración de raciones que es el Estado Español.