España tiene su general Invierno y Artur Mas tendrá su Waterloo
En política, como en la vida, los hombres tienen tendencia natural a creer lo que les gustaría que sucediera. Por eso es frecuente comprobar como sesudos politólogos acaban cayendo en su trampantojo cuadro tropezando en sus predicciones políticas. En una ilusión óptica.
Lo suelto de entrada porque no tengo (nadie tiene) una bola de cristal para conocer los avatares del futuro. No existe esa piedra roseta; porque las intuiciones son deseos más que realidades. Nadie puede saber lo que ha de llegar, pero el pasado sirve como barra de protección para evitar tropezar donde otros cayeron.
El día en que el secretario general de CDC, Josep Rull, anunció la ruptura del matrimonio últimamente infeliz de Convergència y Unió, tras 37 años de vida conyugal, coincidió con el día del bicentenario de la derrota de Waterloo, que significó el fin de Napoleón y su exilio a la roca maldita, como Bonaparte llamó a la isla atlántica de Santa Helena.
Si en septiembre de 2012 el hijo político del olvidable Jordi Pujol apostó por el independentismo (tras aquel 11S en que la ANC consiguió atraer a 605.000 manifestantes, según El País); en 1812, doscientos años antes, Napoleón irrumpió en la Rusia de los zares con un ejército de 600.000 soldados, como nunca se había visto.
El zar Alejandro I hizo como Mariano Rajoy: nada. Salvo practicar la política de tierra quemada para que los gabachos no pudieran abastecerse. El zar, a su pesar, permitió que el enano entrara en un Moscú abandonado.
Napoleón espoleado por su ego le impelía a avanzar en su viaje a ninguna parte. ¿A ninguna? ¡Al precipicio! Porque esa guerra no podía ganarla. No tenía fuerza suficiente para vencer a la madre Rusia. En Moscu, Napoleón entendió que el silencio del zar era una trampa mortal.
Cuando el emperador volvió a su plaza de Sant Jaume –el Palacio de Versalles–, la orgullosa Grande Armée estaba hecha unos zorros.
La locura de Napoleón, la guerra simultánea en Rusia y en España, le llevó al infierno. La batalla de Waterloo contra una alianza europea (británica, prusiana y holandesa) sólo fue la puntilla.
Para Artur Mas abandonar el discurso inicial del pacto fiscal, que era defendido por el catalanismo de izquierdas y derechas, fue como cruzar el río Niemen: entrar en la zona prohibida.
De la proclama del dret a decidir (un eufemismo del derecho a la Autodeterminación que el Derecho Internacional sólo contempla para las colonias de una dictadura) ha mutado como una serpiente al de la independencia. El PSC, que estaba a favor del pacto fiscal, fue el primero que se apeó. Pero al vagón de la independencia no sólo no se ha subido por la izquierda ICV-EUiA y por la derecha UDC, sino que ha alimentado el discurso de Ciutadans, y ha creado el vértigo de Podemos, que ha alcanzado el gobierno de la capital de la pretendida Cataluña independiente.
Napoleón fue el primer nacionalista de la Historia moderna. Decía que no existía sentimiento más fuerte que el patriotismo, porque si se enseña en la escuela a los niños esa idea les acompañará hasta la muerte. Y es cierto.
Pero a Napoleón no le ganó el Duque de Wellington, sino que le perdió su ego. También a Artur Mas. La diferencia entre uno y otro es que Napoleón ha entrado en la Historia. Y Mas será una hojarasca otoñal.
El President ya ha dicho que si no se sale con la suya dejará la política. Una forma actualizada de arribar a la roca maldita (Santa Helena).
España no es caritativa, también tiene su general Invierno.