España, muévete

Éxito de la Diada. Éxito de los nuevos políticos que no han pasado por las urnas, se llamen Carme Forcadell, Teresa Forcades, Muriel Casals o Ada Colau (por cierto, el asunto de género no es menor). Éxito cívico y ciudadano. Realidad innegable e incuestionable.

Las evaluaciones posteriores son tantas y tan pasionales que desbordan la realidad de los hechos. ¿Cuánto mide en términos sociales y políticos el independentismo? ¿Existen mayorías silenciosas o silencios mayoritarios? El nacionalismo catalán, de larga tradición histórica, vive uno de sus momentos más dulces. Su proyecto cobra cuerpo. Al respaldo social se une la inacción política de los no nacionalistas y los esperpénticos nacionalistas españoles de ultra derecha que, en una deplorable y mierdosa acción, cargan de razones a quienes describen el proyecto español en términos de blanco y negro, sin matices ni grises.

El mundo avanza hacia lo global y esa tendencia es también inexorable. Aunque los dirigentes políticos de Catalunya y España parezcan ignorarlo y jugar en el peligroso campo de la confrontación.

La sociedad civil catalana se ha movido y, más allá de cuantificaciones y medidas discutibles, el rechazo a lo español como modelo de convivencia, de espacio para compartir intereses y retos de futuro se intensifica peligrosamente resquebrajando la Catalunya mestiza e integradora que conocimos. La doctrina nacionalista, con su romanticismo histórico (les recomiendo la lectura de Ricardo García Cárcel, uno de los más reputados historiadores del momento y que hoy debuta como columnista de Economía Digital), ha conseguido su primer objetivo: llevar a la sociedad catalana a la definición, en lo político, afectivo y sentimental.

Mientras eso ha sucedido, el silencio de España es casi un insulto. Los partidos políticos y los gobiernos han tenido durante demasiado tiempo una visión instrumental de Catalunya para el conjunto del país. Con ganar las elecciones aquí o utilizar sus diputados para conformar mayorías ha sido suficiente. Además, el nacionalismo posterior a la dictadura, acomplejado por su origen franquista en buena parte del territorio, jugó al pactismo. Gobernaba España indirectamente y obtenía pequeños réditos con los que contentar a la burguesía conservadora que lo sustentaba.

Desde la izquierda poco más. Un intento de forjar un estatuto de autonomía que sorprendió por su inoportunidad, por quiénes eran sus promotores, volvió a sorprender por cómo Mas lo negoció a la baja y que un tribunal institucionalmente descompuesto afeitó fueron los polvos de estos últimos lodos. Pero ni fueron los únicos ni los más importantes.

Hoy, desde el no nacionalismo, desde la postura contraria al independentismo hay un lamento obvio: que la España que más se parece a la Catalunya urbana que formó la Via Catalana esté agazapada. ¿Silencio, miedo o desprecio? Quizá ninguno de los factores, pero sí una buena porción de cada uno.

España no es sólo corrupción, inestabilidad institucional, oligarquías económicas, falangistas casposos paseando sus vergüenzas, gobiernos inactivos… Para nada, de eso tenemos tanto o más en Catalunya. La España que interesa a Catalunya es moderna, solidaria, competitiva. Los son sus ciudadanos, pero también sus empresas, una buena parte de sus instituciones y la gran mayoría de los afectados por la gravísima crisis económica.

Pero ese intangible, esa España que interesa, no puede seguir silenciosa, de espaldas a la realidad catalana. Debe pactar, debe mostrarse, expresar sus afectos y recordar su historia común. Si ese país sigue inmóvil, sin palpitar con los problemas y sentimientos de una parte de su territorio, ese país tampoco nos interesa a los no independentistas. Así que ya va siendo hora de aplicarse, de moverse.

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