La necesidad del escepticismo en política
La política se ha convertido en un dogma. Para recuperar su esencia se debe ser escéptico, y desconfiar de los políticos que han fracasado o mentido
La editorial científica americana Cogent publicó hace poco un artículo titulado “El pene conceptual entendido como constructo social”. Pese a que aplica la revisión por pares (examen previo por expertos en la materia), la revista no advirtió que el estudio era una invención de la Skeptics Society (Sociedad de los Escépticos) destinada a desenmascarar a los defensores de ideas extremas “usando sus argumentos para llegar a su absurda conclusión”.
No es el primer affaire de este tipo. El más célebre lo protagonizó en 1996 el físico de la Universidad de Nueva York Alan Sokal, que coló un delirante trabajo sobre la “hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica” en Social Text en el se que postulaba que la fuerza de la gravedad era una entelequia; otro “constructo social”.
En ambos se denuncia, con una sátira mordaz y llena de intención, la frivolidad y ligereza intelectual del pensamiento posmoderno. Su intención es demostrar empíricamente que algunas sesudas revistas –como en su día explicó el profesor Sokal— “publicarán cualquier tontería siempre que suene bien y concuerde con sus propios prejuicios”.
No existe una Sociedad del Escepticismo Político, pero valdría la pena crearla
El físico neoyorquino, la Skeptics Society, el CSI –no los criminalistas de Las Vegas sino el Committee for Skeptical Inquiry (Comité para la Indagación Escéptica)— y grupos similares en todo el mundo, como la española Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, no están pobladas por bromistas o cínicos contumaces. Sus miembros son científicos, ingenieros, docentes y otras personas empeñadas en que el conocimiento prevalezca sobre la superchería, el fraude y la superstición.
No existe una Sociedad del Escepticismo Político, pero valdría la pena crearla. Igual que la duda metódica confronta la pseudociencia o las curas milagrosas (la homeopatía o, recientemente, el anti-canceroso Minerval), ayudaría a separar a los políticos con auténtica voluntad de servicio de los homeópatas de la política, que con sólo un voto prometen terminar con el paro o bajar el precio de la luz. O fundar una república nueva, rica, justa y feliz.
El escéptico molesta. Se le tacha de pedante y desconfiado; de ir de sobrado. Y es que el escepticismo es lo opuesto a la credulidad. Si lo aplicáramos a partidos, candidatos y orates populistas impediría –o haría más difícil— los desatinos que han degradado la confianza de los representados en sus representantes, causa de la tanta desafección.
La política se ha transmutado en dogma, en algo parecido a una religión.
De lo que realmente vamos sobrados es de cinismo y de prejuicios –“ese es un facha”; “ese otro un perroflauta”; “España nos roba”; “los catalanes nos odian”; “los vascos nos han quitado la cartera…”— y muy escasos de reflexión. La política –secular y terrenal— se ha transmutado en dogma, en algo parecido a una religión. Ninguna actividad humana, exceptuando quizá el fútbol, exige a tantos agnósticos que suspendan el discernimiento y antepongan la fe –una virtud teologal— a la razón.
Esa exigencia de credulidad explica que Oriol Junqueras vaya a las Jornadas de Sitges, como hizo el viernes, y espere que se acepte que “es imposible” que una Cataluña separada unilateralmente de España sea excluida de la Unión Europea. La realidad comprobable es que la propia Comisión de la UE ha dicho que, de darse el caso, se convertiría en país tercero y tendría que solicitar el ingreso… como llevan años esperando Albania, Macedonia, Serbia, Montenegro y Turquía.
La premisa central del independentismo –la del clamor popular que respalda el deseo de emancipación— tampoco aguanta un análisis escéptico. Junts pel sí, con su exigua mayoría en el Parlament gracias a los escaños realquilados a la CUP, se arroga la legitimidad para interpretar los deseos actuales de los catalanes y ejecutarlos sin más debate y control por medio de su Ley de Transitoriedad.
Junts pel sí se arroga la legitimidad para interpretar los deseos actuales de los catalanes y ejecutarlos sin más debate
Por el mismo rasero –el rasero de Okham—, después de los casos Bárcenas, Valencia, Gürtel, Púnica y ahora la Operación Lezo, la inferencia más razonable es que la corrupción no es cosa del pasado en el Partido Popular, sino un mal endémico que no parará de cursar. Y sin embargo, Mariano Rajoy sigue en La Moncloa porque le votan y su partido se permite afirmar que “el Gobierno del PP es el que más ha luchado contra la corrupción”.
El escepticismo organizado se dedica a desenmascarar la pseudociencia, las terapias alternativas o el negacionismo científico. Cataluña ha dado un notable caso de contradicción en una sola persona entre ciencia, razón fe y especulación: la religiosa benedictina, médico y teóloga Teresa Forcades. Movida quizá por su celo contra la industria farmacéutica, la doctora Forcades se hizo célebre por contradecir la opinión general sobre las vacunas y ha llegado a defender una sustancia-milagro –el MMS— ilegal y peligrosa (es básicamente es lejía industrial) en España y otros países.
Lo curioso de la hermana Forcades, destacada independentista y líder de Procés Constituent, es cómo las creencias que distorsionan la racionalidad que supone en un médico, se trasladan a su praxis política. La fe es libre: se cree en lo divino sin evidencia porque se quiere creer. Pero una sociedad madura e informada debiera exigir a la actividad mundanal del político la prueba del método científico: observación, hipótesis, verificación y conclusión.
Linz buscó explicar la actividad política por medio de criterios de la ciencia empírica
El paradigma de la duda lo encarnan Aristóteles, Descartes o el astrónomo que divulgó el universo en lenguaje mediático, Carl Sagan. En el altar del escepticismo político están otros gigantes, como el español Juan José Linz (1926-2013). Profesor de Yale y probablemente el mayor experto del siglo XX en política comparada, Linz identificó en ‘The Breakdown of Democratic Regimes’ (en España, ‘La Quiebra de las Democracias’, 1987) gran parte de las claves que explican el resurgir actual del nacionalismo y los nuevos populismos.
El valor de su obra no reside sólo en sus conclusiones, que todavía interesan hoy, sino en el método que aplicó para alcanzarlas: “la búsqueda de una explicación de la actividad política a través de métodos, teorías, criterios y pruebas acordes con los cánones de la moderna ciencia empírica”, decía el American Political Science Review al glosar su contribución.
¿Necesitamos seguir las pautas del profesor Linz para participar responsablemente en política? La respuesta es no. Pero si pedimos a la ciencia –un nuevo fármaco, una nueva tecnología— pruebas para creer, ¿por qué estamos dispuestos a creer a los políticos sin exigir evidencia? O, peor, ¿por qué les entregamos nuestra confianza cuando ya han dado muestras de que no se les puede creer?
La democracia no puede ser utilizada por quienes se arrogan el mandato del todos con el apoyo de solo una parte
La política no cabe en una probeta ni los políticos en la pletina de un microscopio. Pero la duda, la crítica y la exigencia de cuentas son los instrumentos del ciudadano corriente. Para devolver a la política su capacidad de mejorar la vida, fomentar la riqueza y asegurar que se reparte con menos desigualdad no sirve el cabreo, el desafecto o la inhibición. La democracia no es un hecho ocasional, el rato que se tarda a votar. Cuesta trabajo, exige participar.
Requiere unos medios de comunicación que no sólo sean libres sino independientes del poder y los intereses. Y poder expresar una opinión, por incómoda que sea, sin que un fiscal, un obispo o un vigilante de la moral pública, pretenda impedirlo.
Obliga, en suma, a que la democracia no sea utilizada como coartada de quienes se arrogan el mandato del todos con el apoyo de solo una parte. La confianza entregada a los políticos debe ser un préstamo condicionado. Es vital someterlo a vigilancia permanente y sancionar a quien no cumpla. Lo contrario es un regalo a fondo perdido que acaba con unos en el banquillo, otros cambiando las rayas que marcan los márgenes de la ley, y los demás preguntándonos “¿quién ha permitido esto?” Lo hemos permitido nosotros.