Esa Europa que nos salva
La construcción europea se empezó por el tejado. Quizá era difícil hacerlo de otra manera, pero lo cierto es que tuvimos antes un mercado y una moneda común que una política global. Hemos sido incapaces durante años de ponernos de acuerdo sobre cómo organizar las relaciones exteriores, la fiscalidad general u otros aspectos de gobierno. En cambio, y pese a las complejidades, construimos un mercado con una misma unidad de cuenta no sólo teórica, sino incluso real.
De allí nació el BCE, ese instrumento de coordinación monetaria que tiene por objeto controlar la política monetaria del euro y que debe prestar especial atención a la evolución de la inflación del conjunto del área. Mucho se ha criticado que Europa se dotase de un organismo conjunto para esas funciones y dejara la fiscalidad o las políticas presupuestarias al libre albedrío de cada país. Los estados defendían que esa era su parcela de soberanía, pero jamás han ocultado los problemas que esa discrecionalidad supone.
La UE, que en su día fue un proyecto discutible, hoy constituye un instrumento de cohesión casi incuestionable
Los más críticos con la débil construcción europea siempre han castigado el procedimiento por el que la Unión Europea (UE) construyó sus cimientos. Y es cierto que tienen parte de razón cuando vemos que las grandes empresas son mejor tratadas en unos estados que en otros hasta causar una cierta competencia tributaria que acaba primando a las más listas en la optimización fiscal.
Pero, y a pesar de todas las salvedades, la UE que criticamos puede ser también una riqueza en sí misma. Sin ella, sin actuaciones como las que ayer puso en marcha el BCE, el continente hubiera dejado de ser un mercado. ¿Podríamos vivir así a estas alturas del siglo XXI? En opinión de algunos en Grecia o en España, el modelo es prescindible. Son los mismos que dicen con la boca abierta que dejarán de pagar la deuda y con la boca casi cerrada intentan buscar soluciones para el alto endeudamiento de sus países. La verdad es que lo que en su día fue un proyecto discutible hoy constituye un instrumento de cohesión casi incuestionable. El debate sobre el asunto es más propio de cómo debe actuar que sobre la propia unión.
El BCE intenta salvar con el manejo de la masa monetaria los problemas de deflación y de coste de la deuda que soportan varios países. Antes lo han hecho con éxito Japón y Estados Unidos. Aunque nos cueste entenderlo, es obvio que la UE y sus instituciones comunitarias tienen utilidad en casos como el actual. Los euroescépticos, que abundan en tiempos de crisis, deberían apreciar esa fuerza que tiene la cohesión, por más burócratas y políticos prescindibles que sea necesario soportar.