¿Es que sólo hay corrupción en Cataluña?
Hay ricos que sólo lloran cuando se sienten realmente amenazados. O cuando avistan la esfinge del sepulturero. Entonces pierden esa sobredosis de soberbia que les acompañaba cuando les negocios, incluso siendo oscuros, les iban viento en popa.
Me cuentan que algunos empresarios del entorno de los hijos de Pujol lloran hoy desconsoladamente por lo ocurrido. Lo que mis informantes no saben discernir es si las lágrimas empresariales son provocadas por el desconsuelo… ¡O por el miedo! Me inclino por lo segundo, que es lo propio de quienes se pasean por los engalanados “círculos” de Barcelona desde los tiempos del rey Perico.
Me dirán ustedes que la corrupción no sólo empaña la política catalana. Evidentemente. En la esfera cercana a la administración del Estado y en los partidos del sistema, PP y PSOE, la corrupción está demostrada. Lo conté en mi anterior columna, en la que podría haber añadido otros casos de corrupción que no mencioné.
Por ejemplo, y otra vez sin ánimo de ser exhaustivo, el caso Naseiro, vinculado a la financiación del PP, o el caso Maquillaje, que afectó a Maria Antònia Munar y a su Unió Mallorquina, o el caso Malaya, que puso de manifiesto la corrupción en Marbella cuando Julián Muñoz era su alcalde, o el caso Hacienda, que se descubrió por los tejemanejes del ex inspector jefe de Hacienda de Cataluña, Josep Maria Huguet, y que se llevó por delante al ex presidente del Barça, Josep Lluís Núñez, a la vez que arruinó la carrera política del ex ministro de Felipe González, Josep Borrell.
En resumen, que la podredumbre del sistema de la transición dará para bastantes páginas de historia, digan lo que digan los que quieren separar el caso Pujol de la corrupción y el fraude, que había sido consustancial al franquismo, que el nuevo régimen democrático no supo –o no quiso– atajar. De momento sabemos, gracias a un estudio de la Universidad de La Palmas publicado en 2013, que el coste social anual de la corrupción en España (según precios constantes de 2008) es de 40.000 millones de euros.
Pero también es cierto que la UE se ha construido con un sinfín de casos de corrupción. Haberlos los ha habido y no han sido anecdóticos. Empiezo por uno de esos casos, cuya comparación con el padre de la constitución norteamericana se la debo a un amigo mío.
El Thomas Jefferson de la non nata Constitución Europea, quien presidió la Convención Europea que la redactó entre 2001 y 2003, no fue otro que Valéry Giscard d’Estaing. Tamaño honor recayó, pues, sobre un presidente de la República francesa que en 1979 había acusado por el semanario Le Canard enchaîné de haber recibido del depuesto Emperador Bokassa I de la República Centroafricana regalos consistentes en diamantes en el curso de visitas oficiales, con un valor que el semanario calculó en un millón de francos (unos 150.000 euros). La rehabilitación europea de Giscard no pudo ocultar lo que quedó demostrado. Lo pagó el proyecto europeo, sin embargo. De ahí también sale el populismo de derecha e izquierda que crece por todas partes.
La acumulación de escándalos financieros en la UE es impresionante. Desde el caso Parmalat, en Italia, hasta la condena, en 2012, del ex ministro francés de Interior y renombrado euroescéptico Charles Pasqua a dos años de prisión, que no cumplió, y al pago de 150.000 euros de multa; pasando por la condena, junto con Pasqua, a otro ex ministro francés, André Santini, quien tuvo que pagar 200.000 euros de multa y aceptar cinco años de inhabilitación.
En 2010, el primer ministro Gordon Brown cesó a tres diputados del partido laborista por ofrecer sus servicios a lobbies empresariales que necesitaban cambios en la legislación para hacer negocios en el Reino Unido. Más de 30 ex ministros y diputados griegos, fueron investigados antes de la quiebra del país.
En Irlanda, el ex primer ministro Bertie Ahern, fue acusado de irregularidades por el tribunal anticorrupción. En Portugal, también hubo casos de políticos locales vinculados con casos de corrupción. Podríamos seguir sacando a relucir otros casos, como los de Berlusconi, el del tesorero de la Lega Norte, el de Dominique de Villepin, el del presidente de Alemania, Christian Wulff, quien tuvo que dimitir después de que el diario Bild destapara que había adquirido su casa gracias a un crédito privado de un empresario particular. Etcétera, etcétera.
La corrupción es una epidemia que pocos estados consiguen erradicar. Según los datos de 2013 aportados por la organización Transparencia Internacional (TI), en el ranking consignado por el Índice de Percepción de la Corrupción (CPI), sólo cuatro estados de la UE se sitúan entre los 10 primeros: Dinamarca (1), Finlandia (2), Suecia (4) y Holanda (10).
Grecia, en cambio, es considerada la más corrupta del continente al caer en el puesto 80, a la altura de China, mientras que España se situaría en la mitad inferior del ranking, por debajo de Chipre y Portugal y por encima de Lituania y Eslovenia, aunque cada vez más lejos de los países escandinavos.
La corrupción en Europa persigue incluso a los altos cargos de las instituciones mundiales. El último caso lo acaba de protagonizar esa aristocrática señora que preside el FMI, Christine Lagarde, imputada por su “negligencia” cuando era ministra de Nicolas Sarkozy en la investigación de un arbitraje polémico en 2008 entre el empresario Bernard Tapie y el banco, de titularidad pública, Crédit Lyonnais.
Por lo que se ve, Tapie, que apoyó a su amigo Sarkozy en dos elecciones, recibió la suma de 403 millones de euros para resolver la disputa con el desaparecido banco público. Eso es lo que cuestiona la justicia gala. Lagarde lo pagará políticamente, aunque ahora se niegue a dimitir, como Dominique Strauss-Kahn, su predecesor en la dirección del FMI, pagó la acusación de agresión sexual de mayo de 2011. Y si no, al tiempo.
Cuando los responsables de TI presentaron su índice, también expusieron que la sensación de impunidad de los corruptos en España había aumentado, lo que atribuyeron principalmente a la lentitud del sistema judicial. No sólo es por eso, añado yo. En España se ha utilizado a la prensa para minar al adversario con todo tipo de informaciones, fueran ciertas o no, que ponen al caer de un burro a muchos políticos.
El presidente Artur Mas lo sufrió en sus carnes durante la campaña electoral de 2012 cuando El Mundo publicó un supuesto informe policial que mezclaba el asunto de los Pujol con la existencia de cuentas en Suiza y Liechtenstein controladas por él y su padre. Y no obstante, lo único que está demostrado es la autoinculpación de Pujol, cierta y aún no judicializada, que contrasta con los datos de la delegación española de Transparencia Internacional sobre la administración catalana.
El ranking establecido por el Índice de Transparencia de las Comunidades Autónomas de este año es concluyente: Cataluña ocupa el primer lugar, junto con Castilla y León y País Vasco, mientras que la Comunidad de Madrid se hunde en el último puesto. Menudo chasco para los indocumentados que condenan a la hoguera a todos los políticos catalanes acusándolos de ser los cómplices del supuesto país mafia que inventó Pujol.
Es seguro que en Cataluña existe gente corrupta que se ha beneficiado de la relajada legislación sobre la financiación de los partidos políticos que nació con las leyes de la transición. Nadie puede ponerlo en duda después de los casos Filesa, Pallerols y Millet que afectaron a PSC, UDC y CDC, respectivamente.
Pero intuyo que algunos de esos empresarios que ahora lloriquean por las esquinas asustados tampoco están limpios de polvo y paja. Los peores son, sin embargo, lo que hoy gritan escandalizados desde sus puestos de responsabilidad en bancos, constructoras y empresas de servicios. No se fíen de su escándalo, es bastante probable que antes estuvieran en el ajo.