¡Es la cultura, estúpido!
Cabrá reprocharles muchas cosas, pero hay que reconocer que algunos filósofos ven venir las cosas. Es el caso de Herbert Marcuse. Este judío alemán, emigrado a EEUU para huir del nazismo, proclamó ya en los años 60 algo que hoy sentimos de lo más familiar.
Marcuse era marxista, pero como miembro de la Escuela de Fráncfort asumía que a su corriente le urgía renovarse. Se dio cuenta de que la clase social en que hasta entonces se había apoyado el marxismo, el proletariado, no era de fiar. No cabía esperar que obreros que disfrutaban, en la plácida posguerra, de seguridad social, automóvil, electrodomésticos, jornadas laborales cada vez más cortas, protagonizaran la revolución cuya tarea Marx les había asignado. Si ello era verdad en aquellos años, cuánto más lo es para nosotros hoy, en que un asalariado también disfrutará probablemente de un segundo automóvil, acciones en bolsa, incluso alguna vivienda más. Por no hablar de lo manipulado que andará por culpa de la televisión (a Marcuse le preocupaba mucho esto) o Internet.
Por tanto, este filósofo alemán anunció una nueva estrategia para la izquierda: una que hoy ya exhibe entre nosotros su esplendor. Se trataba de buscar apoyo en las minorías. Porque, además, todas ellas juntas no son ya tan minoritarias (las mujeres, de hecho, son una de esas “minorías”, pese a superar el 50% de la población: hablamos de minoría en el poder, no en el número de votantes).
Así surgieron las políticas de la identidad. Había (decía Marcuse) y hay (nos dice hoy la izquierda) que fomentar la identidad de grupos según su condición sexual (lesbianas, gais, transexuales, queer…) o género (femenino); según su etnia; según su nacionalidad (inmigrantes o colectivos subestatales); según su lengua; según, en fin, cualquier rasgo por el cual alguien haya sido o pueda llegar a ser oprimido. Como nos ha recordado recientemente Jonathan Haidt, la izquierda está preocupada sobre todo por evitar la opresión: se trataba entonces de buscar simplemente nuevos colectivos de posibles oprimidos, más allá de los proletarios que había detectado Marx.
Cumplido ahora el anhelo de Marcuse, esta estrategia de la izquierda está lejos empero de estar resultando benigna para nuestras sociedades. Es cierto que la mayor parte de colectivos citados están mejor hoy que hace medio siglo: los avances en igualdad para las mujeres, en respeto para gais y lesbianas, en reconocimiento para los transexuales, en promoción de lenguas minoritarias son, en Occidente, innegables. Pero el precio que, cuando ya tanto se ha avanzado en tantos campos, estamos pagando (el precio de las políticas identitarias) resulta hoy excesivo.
Y es que nuestras huestes izquierdistas a menudo estimulan los enfrentamientos entre esos grupos y el resto de la sociedad para luego presentarse ellas mismas como salvadoras. Enfrentamientos que no es insólito que lleguen a ser violentos. Cuando la izquierda propone acabar con la presunción de inocencia para, presuntamente, proteger así mejor a las mujeres, el conflicto con aquellos que valoramos la justicia está servido. Cuando la izquierda excluye de las celebraciones LGBTQ a quienes no sean izquierdistas, el conflicto con aquellos a los que nos repugna la discriminación es inevitable. Cuando la izquierda coquetea con cualquier reivindicación nacionalista o etnicista que le caiga a mano, la tensión con aquellos que no toleramos que el nacionalismo cercene libertades resulta ineludible. En España, además, sufrimos brotes especialmente virulentos de estos desmanes.
El principal reto actual para el centro, el centroderecha y la derecha de nuestros días es pues hacer frente a esta estrategia divisiva de nuestras izquierdas. Se trata, naturalmente, de una batalla cultural. Han pasado ya los tiempos de Reagan y Thatcher, en que la economía era el principal punto de fricción entre un lado y otro del espectro político. Gramsci vuelve a estar de moda y, parafraseando la campaña de Bill Clinton en los 90, hoy hay que exclamar “¡Es la cultura, estúpido!”.
¿Qué cultura hemos de reclamar hoy día? Para empezar, la herencia de nuestra civilización occidental. Esto es algo que puede complacer más a los conservadores, pero también a los liberales: al fin y al cabo, parte de ese legado es ya la Ilustración. Frente a cierta endofobia de la izquierda, que denigra nuestra propia cultura para abrazar cualquier fruslería, debemos recuperar el orgullo por nuestros logros: libre mercado, sí, pero también estado de derecho, libertad religiosa, libertad de expresión. En relación con esta última, hay que sustraerse a la tiranía de los ofendiditos y recuperar el placer griego por el debate valiente (la parresía), por molesto que este sea. Hace falta una cultura de la crítica libre y libre discusión.
Pero junto a tal libertad hoy toca reivindicar también ante las izquierdas otro don de la Revolución Francesa: la fraternidad. Frente a la sociedad de colectivos e identidades separados, cuando no hostiles, que ellas promocionan, hemos de recuperar la concordia entre individuos que saben que ni lengua, ni sexo, ni etnia, ni identidad alguna les pueden hacer más dignos de lo que ya son. Porque somos humanos y eso, como sabía ya Pico de la Mirándola, es (por encima de ángeles o animales, los animalistas le perdonen) nuestra mayor dignidad.