Envejecimiento y productividad
A causa de su bajísima fecundidad, España va a ser el país más senescente del planeta hacia mediados de este siglo, junto con Japón y Corea del Sur. Esto implicará que las necesidades de financiación del sistema público de pensiones, sanidad y asistencia social van a crecer de forma considerable si queremos mantener en cierta medida los estándares actuales. ¿Podremos conseguirlo?
«Habrá quien sostenga de modo naïf que otra alternativa es incrementar notablemente la inmigración. Eso sería positivo si tuviésemos un ecosistema productivo distinto, pero atrayendo a inmigrantes aún menos capitalizados que los autóctonos, acrecentaríamos el problema de la sostenibilidad del sistema de bienestar»
Desde la década de los 80 del pasado siglo mantenemos una tasa de desempleo estructural cuyos picos van superándose con cada nueva crisis económica. Apenas contamos con industria propia, dependiendo permanentemente del voluble capital foráneo. La eficiencia de nuestro sistema educativo es muy baja, considerando indicadores como la tasa de abandono escolar prematuro o el escaso número de patentes. Tenemos muchas más universidades que en aquella década de los 80, pero los resultados son decepcionantes. Es claro pues que estamos en peor situación de partida para asumir los retos vinculados al envejecimiento que Japón y Corea del Sur.
Nuestro modelo productivo se asemeja todavía más al heredado del Plan de Estabilización de 1959 que, por ejemplo, al de Irlanda, pequeño país de unos cinco millones de habitantes, que ingresó en las Comunidades Europeas en 1973 con unos parámetros socioeconómicos bastante análogos a los españoles de 1986 -fecha de nuestro ingreso en dichas Comunidades-. A día de hoy, el PIB per cápita irlandés duplica al español. En todo este tiempo no hemos hecho lo que había que hacer, únicamente enredar.
En estas condiciones, España solo podrá sostener su actual sistema de bienestar si incrementa de forma espectacular su productividad. Para ello ha de acometer cuanto antes una reforma radical de su ineficiente sistema educativo, focalizándolo en la mejora de resultados en las áreas STEM –science, technology, engineering and mathematics– por cada euro invertido, junto con una reducción drástica de las cargas administrativas que lastran el emprendimiento, fundamentalmente el industrial y de servicios de alto valor añadido. Si no inicia ya está senda, la sociedad española ahondará en su tradicional deriva de reparto compulsivo de la miseria, algo a lo que ninguna Comunidad Autónoma es inmune. La sopa boba, la canonjía, la estéril hidalguía, el rentismo, el monopolio de la licencia o concesión administrativa, la corrupta intermediación, el colócanos-a-todos, … es la común manifestación hasta nuestros días de las manos muertas de la Hispania romana, visigoda, islámica, feudal … y cantonalista.
Cada año perdido en poner en marcha esa estrategia capital acrecienta la mochila de deuda de cada ciudadano menor de 45 años, ya que la carga total crece y el número de jóvenes ciudadanos decrece. Y esa deuda no solo es la explicitada en la contabilidad nacional, sino también la deuda cierta -aunque numerariamente indeterminada- del incrementalista volumen de pensiones y otro gasto inherente a la senescencia censal.
El esfuerzo a acometer resulta titánico, porque llevamos décadas perdidas en debates bizantinos, escolásticos, parroquiales o esencialistas, propios de siglos precedentes, como el XIX, en vez del XXI, e insertos como estamos en una Unión que -a su vez y por desgracia- ha de encarar una superior competencia de nuevos y potentes actores internacionales, ante la cual los europeos somos menguantes en lo demográfico, lo económico y lo académico-científico-técnico. Los estrategas del Partido Comunista Chino deben reírse a mandíbula batiente de las seniles, decadentes y enfrentadas tribus ubicadas en esta península de Asia que llamamos Europa.
Además, el sobre-esfuerzo español será mayor a causa de nuestra desmedida senescencia. Desde hace 40 años hemos refrendado a diario la apuesta por ser más infecundos, trasladando cuantiosas deudas a nuestros escasos niños y adolescentes, cuyos derechos e intereses subjetivos parecen no contar en absoluto. En este escenario, la imprescindible mejora de la productividad de nuestra fuerza laboral padece un hándicap considerable. Y por productividad entendemos de modo mayoritario el resultado del PIB por hora trabajada. De nuevo, con datos estandarizados en paridad de poder adquisitivo, la productividad irlandesa por hora trabajada duplica prácticamente a la española.
Habrá quien sostenga de modo naïf que otra alternativa es incrementar notablemente la inmigración. Eso sería positivo si tuviésemos un ecosistema productivo distinto, pero atrayendo a inmigrantes aún menos capitalizados que los autóctonos, acrecentaríamos el problema de la sostenibilidad del sistema de bienestar, puesto que los inmigrantes también envejecen y tienden a atraer a sus progenitores para beneficiarse legítimamente de las prestaciones a las que contribuyen. Y tampoco somos capaces de atraer inmigrantes más capitalizados, porque antes debemos edificar ese nuevo modelo productivo, tras varias décadas de previa mejora de los resultados educativos a los que he aludido. Por no hablar de hasta qué límite aceptaría pacíficamente la población autóctona a la alóctona, visto que dicho límite parece muy bajo a la luz de la reacción en otros países más saneados y exitosos -Alemania, Francia, Dinamarca, Países Bajos, Suecia, … e incluso Italia-.
La inercia panglossiana de los propagandistas del statu quo europeo nos intenta convencer de la excelencia de placebos como la ‘silver economy‘, la «economía canosa» como yo la llamo. El Dr. Pangloss es un personaje del «Cándido» de Voltaire que siempre encuentra aspectos positivos en la mayor de las desgracias, porque al fin y al cabo -nos dice- siempre vivimos en el mejor de los mundos posibles. Así, el devastador terremoto que asoló Lisboa en 1755 sería para él una bendición. Pues bien, los propagandistas de la bendita «economía canosa» son como los hermanos Marx quemando el tren para mantener encendida la caldera del tren. Su resultado: perder dicho tren.
Mejorar la productividad de los trabajadores más envejecidos es un milagro improbable, aunque no imposible. Y lo es porque la velocidad de los cambios en los procesos de producción es mayor por el efecto acumulativo de los sucesivos avances científicos y técnicos. A cada individuo solo le rinde el esfuerzo adaptativo si su vida laboral útil todavía le permite amortizar dicho esfuerzo. Por poner un ejemplo, los millares de conductores que pueden perder sus empleos si se generaliza en los próximos años la tecnología de los vehículos autónomos, ¿pueden reconvertirse en programadores? Tal vez con los debidos apoyos y si son jóvenes. A un ingeniero naval de 55 años y sin proyectos en cartera, a causa de la asfixiante competitividad asiática, ¿le compensa a su vez reconvertirse en ingeniero industrial de cualquier rama con expectativas de empleo?
Seamos realistas y aprendamos de los exitosos. Más jóvenes y más productivos es la combinación más segura para poder ayudar a los ciudadanos que, por razones obvias, no pueden seguir el ritmo de los vertiginosos cambios que encaramos. La fraternidad cívica e inclusiva que defendemos los europeístas del modo de vida europeo, de nuestro sistema de bienestar, requiere una estrategia coherente, congruente y perseverante, que permita a nuestros ciudadanos más envejecidos adaptarse a los cambios -antes de lograr su bien merecido retiro- para asumir nuevas ocupaciones, que también serán indispensables en una sociedad decente -p.e. cuidados a niños, ancianos y personas con diversidad funcional-. De la responsabilidad y humanidad de los más lúcidos entre nosotros depende ofrecer alternativas para que gran parte de nuestra población no se vea seducida por los cantos de sirena de los «repartidores de miseria», sea cual fuere su especialidad: populista, tribalista o mística.